Las cuestiones domésticas me superan. Confieso que soy una negada para cualquier tarea casera; no solo no sé cocinar, y no me refiero a una paella o un pescado al horno, hasta una patata hervida me parece misión imposible. Tampoco controlo los programas del horno, la lavadora, el lavavajillas y hasta del microondas si tiene muchas opciones. No sé la utilidad de cada tipo de producto de limpieza, más allá de la escoba y el recogedor y, por supuesto, ni idea de electricidad, fontanería o pintura; por no saber ni sé hacer la compra.
Yo voy al súper, me dejo una pasta y, cuando vuelvo a casa, no he comprado nada adecuado para confeccionar un menú básico y mucho menos saludable.
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Toda inutilidad conlleva la necesidad de ayuda, que no sepas cocinar o limpiar la casa no implica vivir en una leonera, así que llevo décadas encargando esos trabajos, previo o post pago, a una serie de personas que me han facilitado la vida. Nunca les estaré suficientemente agradecida. Durante la pandemia, como mucha gente, me quedé sola en casa y mi mayor fiasco consistió en meter la ropa sucia en la secadora en vez de en la lavadora. Como no sabía qué programa poner, llamé a la insustituible Gloria, mi ángel de la guarda, casi mi madre (quien, por cierto, muchos años atrás ya se había cansado, con razón, de llevar mi casa y la suya). Fue Gloria la que se dio cuenta de la confusión cuando le negaba una y otra vez que, en el electrodoméstico donde había introducido la colada, tuviera un cajoncito para introducir el jabón y el suavizante. Gloria se jubiló y mi vida se convirtió en un caos. Si me está leyendo, que sepa que no solo por su trabajo, sobre todo por su cariño y generosidad, fue, y es, digna de homenaje.
En otra ocasión, tuve que desconectar el panel general de los plomos de la casa para apagar de una puñetera vez el horno, que amenazaba con incendiarse. Y, cada vez que llega el invierno, tengo que llamar a mi prima Mari Carmen para que me diga cómo ajustar el termostato de la calefacción. La llamo porque trabajó en una compañía de gas y la supongo, como así es, una experta en el tema. Con paciencia infinita me lo vuelve a explicar, así es de buena persona.
No me enorgullece ser una inútil total, aunque de cara a la jubilación voy a tener que aprender a valerme por mí misma
No me enorgullece ser una inútil total, aunque de cara a la jubilación voy a tener que aprender a valerme por mí misma. Ya me lo dijo hace años un pretendiente: “Si no aprendes a llevar una casa, no te casarás nunca”. Ahora entiendo mi perenne soltería; si la habilidad doméstica conducía al matrimonio, mejor seguir siendo una negada.