Entre ineptos y corruptos

El libro de referencia sobre la corrupción en España (Corrupción en la España democrática, de Alejandro Nieto) empieza su primer capítulo con una frase lapidaria, de las que deberían estar esculpidas en mármol a la entrada de los edificios públicos: “La corrupción sigue al poder como la sombra al cuerpo”. Y tiene toda la razón. Es más, visto lo visto, uno debe dar gracias porque un buen número de los representantes públicos se limiten a ser unos ineptos. La alternativa es que militen en una cultura moral que carece de principios o de frenos, un “todo vale” que en el país de la picaresca se asocia a listeza, rapidez de reflejos e ingenio de chupito de pacharán en marisquería.

La corrupción puede estar asociada al delito, pero no solo. Hay corruptos con balcones a la calle, de los de Código Penal, y solo cabe esperar que el tratamiento penitenciario les haga algún efecto. A lo mejor, practicando la marquetería en el taller de la cárcel llegan a entender que el cobro de mordidas no es un privilegio de élites meritocráticas, sino una cochinada. Esta es la categoría clásica y hay ejemplos para aburrir, siendo los más recientes, con todos los “presuntos” que se quiera, Ábalos y Zaplana.

El exministro y ex secretario de Organización del PSOE José Luis Ábalos comparece este lunes ante la comisión de investigación del caso Koldo del Senado.

 José Luís Ábalos 

Dani Duch

Digamos que su modus operandi siempre es el mismo: primero se pasa por la degeneración política de considerar que el ejercicio del gobierno no está asociado (o no solo) a los intereses generales, sino a los particulares del grupo en el poder. A partir de ahí ya viene la prevaricación, el cohecho, la información privilegiada y la legislación “a medida”. De paso, suelen aparecer novias contratadas por la administración pública sin que sus méritos estén demasiado claros, chalets de medio pelo (con piano, eso sí) y tramas triangulares para el cobro de sobornos. Un clásico. Como el My way cantado por Sinatra.

Hay categorías intermedias, y una tipología muy entretenida. Como los que incurren en prácticas corruptas no delictivas, del tipo de faltar públicamente a la verdad en el ejercicio de su cargo. Parece increíble que la mentira no tenga la menor consecuencia, pero es así. A Nixon, al menos, lo hicieron renunciar sin que a nadie se le pasara por la cabeza tener que esperar a una sentencia judicial, y en la convulsa España de 1935, Lerroux dimitió por el caso del estraperlo, cuando tuvo noticias de que a su sobrino le habían regalado un reloj unos tipos que se movían por el ministerio buscando vender una ruleta. En nuestros días, el emperador del Paralelo sería una especie de santa María Goretti, un ejemplo para individuos como el embustero Trump o el nuevo premier del Reino Unido, Starmer, que, aparte de ser opaco como un ladrillo, en apenas cien días ha malbaratado una discreta reputación laborista a cambio de cuatro trapos y unas entradas para el fútbol.

Parece increíble que la mentira no tenga la menor consecuencia, pero es así

¡No me digan que no es para asombrarse que un ciudadano que ha sido fiscal, que tiene un alto cargo en el partido, que cobra un sueldazo como diputado y que pretende llegar a primer ministro considere de recibo que un grupo empresarial se encargue de financiarle el ajuar y el sano esparcimiento! Con razón decía Einstein que solo hay dos cosas infinitas, la estupidez y el universo, y que de la segunda no estaba demasiado seguro.

Hay muchos más y seguro que ustedes conocen unos cuantos, pero no puedo dejar de mencionar a los que exhiben su proximidad con el poder (tomar el té en la Moncloa con algún funcionario/empresario con quien se tienen intereses económicos o profesionales mientras el presidente del Gobierno, ejerciendo de cónyuge, reparte parabienes y lisonjas sería un buen modelo) como una línea más del currículum. Eso sí, el problema no es suyo: es de los funcionarios que comprometen la buena reputación del servicio público. Podrá sonar anticuado, pero la limpieza que hay que exigir a quienes ocupan el poder ha de ser tanta que supere sin sospechas tanto los filtros jurídicos como los políticos y los éticos (Nieto dixit).

Ante este panorama, los ineptos son lo de menos. Son los que votan lo que al final resulta que no querían votar (la ley que computa las penas cumplidas en la UE a efectos de liquidación de condena en España) porque leerse las leyes que pasan por el Parlamento no está incluido en sus menguados emolumentos (entre 50.000 y 90.000 euros al año, según cargos y gabelas). Y son los menos dañinos hasta que mandan. Casi dan un poco de lástima. Como la damos todos nosotros.

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