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Tomarse la vida a broma o morir

Como cada mañana, a las ocho y media, hoy me han despertado los martillazos del piso de abajo, en reformas. ¡Un estruendo! Al cabo de un ratito, media hora a lo sumo, los ruidos cesan. No es magia, al parecer es la hora del desayuno.

En el fondo, la rutina de estos campeones del estropicio y enemigos de los tabiques me alegra el despertar. ¿Acaso hay algo más tonificante que empezar el día con unos reniegos?

Las tradiciones son preciosas. Desde 1714, los albañiles empiezan dándolo todo de buena mañana y al poco se van a desayunar, a saber dónde, porque lo que es en mi barrio mandan los hornos-cafeterías y así no hay quien pida dos huevos fritos y un sol y sombra.

 

LV

El asunto de los ruidos por obras del vecino ofrece opciones: reivindicar la modernización de la red ferroviaria, exigir multas ejemplares, echarse novia en Pedralbes o tomarse el inconveniente a risa y desdramatizar los hábitos horarios de los albañiles, que bastante tienen sin poder repartir piropos a las vecinas del barrio.

Alegre despertar el que cada mañana me dan los albañiles, poco antes de irse a desayunar

Desde que a la gente nos llaman ciudadanía, yo diría que nos tomamos la vida a la tremenda y todo le parece mal a alguien. La diferencia con el pasado es que ese alguien eleva el cabreo a categoría filosófica, manifiesto en las redes y declaraciones de una enjundia que para sí quisieran los ilustrados y Unamuno cuando perdía al parchís.

La solemnidad cívica no mata, pero chafa guitarras y termina por convertirlo todo en drama –como la caída del imperio austrohúngaro– al que urge buscar solución cuando no la tiene. Solo en privado y con gente de mucha confianza –los amigotes, vaya– nos atrevemos a desdramatizar y reírnos de nosotros y ya de paso de los demás. Entre lo que se dice en público y en privado hay distancia, mucha, lo cual no deja de ser tartufismo, aunque le pongan otros nombres.

Cuando hoy me despierten los martillazos, pensaré en esa exposición del CaixaForum barcelonés sobre García Berlanga, con la ilusión de que también a él le gustaría sacar a hombros a la cuadrilla de albañiles por el portal al que llamaremos puerta grande mientras los vecinos, alegres, tocamos Paquito el chocolatero.

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