No soy turismófoba

No soy turismófoba

Ante las movilizaciones contra el modelo turístico, se habla a menudo de turismofobia. La fobia es una aversión exagerada a alguien o algo. Pero la mayoría de las personas que cuestionan o critican la situación en la que estamos sienten preocupación, angustia, impotencia, sobre todo pena. Ni odio ni repugnancia.

Demonstrators hold signs reading 'Enough turism' during a protest against mass tourism on Barcelona's Las Ramblas alley, on July 6, 2024. Protests against mass tourism have multiplied in recent months across Spain, the world's second-most visited country. (Photo by Josep LAGO / AFP)

 

Josep Lago / Afp

En la manifestación del sábado en Barcelona, muchos tenían cuidado con las consignas. No es lo mismo gritar: “Fora ‘turisme’ dels nostres barris” (es impersonal, se refiere al negocio) que “Fora ‘turistes’ dels nostres barris” (no quiero a esta gente). No hay un único modo de enfocar las protestas. Menos aún cuando tienen la particularidad de dirigirse simultáneamente al sector (no solo turístico, también inmobiliario y de inversión); a los gobiernos (sea cual sea su color en Baleares, Cantabria, Málaga, Canarias, Barcelona o Girona), y a los países que nos tienen como destino.

Se protesta contra un modelo turístico sin limitaciones cuyo impacto es devastador

Si los medios internacionales no se hacen eco de las movilizaciones, nadie se dará por aludido. Por eso se buscan fórmulas que llamen la atención, como convocatorias en la playa (!) o poner precinto en las terrazas de los restaurantes. Minimizar o criminalizar estos actos –enviando a la Guardia Civil al Caló des Moro para identificar a los mallorquines, por ejemplo– aumenta la sensación que tiene el residente de que, en vez de protegerle, las administraciones lo expulsan. La palabra turismofobia forma parte de un vocabulario acusador.

Se protesta contra la turistificación. Es decir, contra un modelo sin límites cuyo impacto es devastador para el medio ambiente, nuestra vida y nuestro entorno: destruye el tejido comercial, social, y a la larga –paradójicamente– también turístico. Basta con fijarse en Magaluf: se precarizó tanto que tuvo que recurrir al llamado turismo de borrachera, y ahora no hay quien le quite el estigma del balconing. Es un monocultivo que impide que crezca nada más.

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