En su vida, fue objeto de veneración por sus virtudes; después de su muerte, fue adorado como un ser divino y se le incluyó en el número de los dioses”. Ya el historiador romano Suetonio recoge la tendencia del culto al líder en el primero de los emperadores, Augusto, que se conoce como cesarismo.
Desde tiempos antiguos, la figura del líder ha oscilado entre la reverencia y la deificación, una tradición que encontró un terreno fértil cuando “se jodió la República” (siguiendo a Vargas Llosa) y comenzó el imperio romano. Este culto al emperador era una herramienta política diseñada para fortalecer el poder imperial.
Fue mucho peor después. Nerón, por ejemplo, ordenó construir una estatua enorme (pero enorme, de 46 metros, como la estatua de la Libertad) que le representaba como el dios Sol. De hecho “el Coloso de Nerón” da nombre al Coliseo de Roma. No digamos nada de Calígula o el desastroso hijo de Marco Aurelio, Cómodo.
El culto al líder no se limita a dictaduras, también se da en democracias
El estudio del culto al líder en el mundo clásico ofrece lecciones cruciales para entender las dinámicas de los regímenes totalitarios de la era moderna. No voy a citar a ninguno, para que nadie se dé por aludido, pero sirva como muestra el discurso de Jruschov en el XX congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética de 1956, que fue “Acerca del culto a la personalidad y sus consecuencias”, lo que supuso la ruptura con el estalinismo (se conoce como el “discurso secreto” porque no se hizo público hasta 1989, por Gorbachov).
Sin embargo, el culto al líder no se limita a dictaduras o estados totalitarios. También se da en democracias contemporáneas, y esto es muy peligroso. Imaginemos que un presidente del gobierno, para evitar las críticas por nepotismo y su bajada de popularidad, optara por encerrarse en su residencia oficial durante, por decir algo, cinco días. Y que esta retirada no fuera un acto de reflexión alejada del público, sino una táctica calculada para generar aclamación popular. Una estratagema para que sus seguidores se concentraran a exaltarle dándose golpes en el pecho. Una treta para que fuera aclamado por sus incondicionales y para que sus adeptos renovaran su fervor y lealtad incondicionales. En fin, una ausencia teatralizada para fomentar el cesarismo, el culto al líder. Aunque igual no hay que imaginarlo. Ya lo escribió Oscar Wilde, la realidad imita a la ficción.