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Aquel 11 de marzo

Entonces fue una anécdota. Pero con todo lo que ha pasado y sabemos veinte años después, se cuenta de otra manera. Cuando aquella mañana mi compañera de piso encendió el televisor, los atentados llenaban la pantalla. Acababan de ocurrir en unos trenes muy parecidos a los que enseguida me llevarían a Mataró, donde trabajaba. En el vagón reinaba un silencio afectado, por el impacto, por el horror, por el duelo, por el miedo.

  

Dani Duch

En la oficina, la radio siempre estaba encendida. Sintonizaba una emisora local en la que ponían música; puede que fuera Ràdio Vilassar, o Ràdio Maresme, algo así, no lo recuerdo. La cuestión es que, en el boletín informativo, atribuyeron los ataques a Al Qaeda. Llamé a mi madre porque tenemos familiares en Madrid y quería confirmar que todos estaban bien. La saqué de una reunión y exclamé: “¡Qué fuerte que haya sido Al Qaeda!”. Al volver a la reunión, mi madre comentó lo que yo había dicho, y sus colegas de trabajo creyeron que, como periodista, tenía fuentes privilegiadas, contactos.

La mentira, a la larga, no pasa factura; se normaliza, se asimila

No existían redes sociales que actualizaran la información y aportaran teorías durante el día. La versión oficial a la hora de comer era que había sido ETA, según aseguraba el ministro Acebes mientras encanecía a ojos vista. Me cabreé con el televisor, ¡no podía mentirnos así! Mi compañera de piso preguntó cómo sabía que habían sido los yihadistas y le respondí que lo había oído en una radio local. Se rio de mí por dar más credibilidad a una emisora desconocida que al gobierno.

Veinte años después, la conclusión es que la mentira, a la larga, no pasa factura. Al contrario: se normaliza, se asimila, construye nuevas creencias, dogmas de fe, que se defienden al margen de las pruebas. Hoy el presidente no habría llamado a los medios más relevantes; se habría limitado a hacer un tuit. Y hasta los medios más pequeños se habrían hecho eco de su versión. Y de todas las demás.

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