El mejor y el peor de los tiempos

El mejor y el peor de los tiempos

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Así empieza Historia de dos Ciudades , la novela ambientada en los años de la Revolución Francesa que Charles Dickens publicó por capítulos en la prensa en 1859. Sabido es que los genios, aunque escriban desde su tiempo, concentran en sus textos pasado y futuro. Por eso sus creaciones pueden leerse en cualquier presente. También en el nuestro: el mejor de los tiempos, el peor de los tiempos.

Hace dos años que la guerra volvió a hacerse real en Europa. Cada país la digiere de un modo distinto. Los españoles, como todos los demás, hemos pagado y pagamos una factura económica por esa carnicería humana. Pero a pesar de los discursos admonitorios cada vez más insistentes sobre el riesgo creciente de expansión del conflicto, seguimos percibiéndolo como algo lejano. Mapas, mapas, mapas, que diría Enric Juliana.

La guerra demanda cadáveres y ruinas, no sólo gasto en armamento y tecnología punta

Con nuestra historia y con el frente a 4.500 kilómetros todo nos queda muy lejos. Que en el este y norte europeo las cosas se vivan forzosamente de otro modo no cambia ciertamente nuestra perspectiva. Seguimos viendo la amenaza de Putin como algo que a lo sumo seguirá perjudicando nuestros bolsillos. Y acompañamos su brutalidad con picos de emotividad a cada ejercicio contable de los muertos, como el que toca ahora coincidiendo con el segundo aniversario del inicio de la masacre. Resulta lejano incluso cuando sus sicarios asesinan en territorio español a un desertor de su ejército como recién ha sucedido.

Cosa distinta es que las cosas hayan cambiado –y mucho– por encima de nuestras cabezas en estos dos últimos años. Una de ellas es que el militarismo ha empapado el discurso de las élites políticas europeas. La cuestión viene tratada desde un ángulo técnico, económico y estratégico. Manel Pérez abundaba en estas mismas páginas hace una semana en el artículo “¿Quién pagará el rearme de Europa?” sobre el eterno dilema que siempre plantea la asignación de prioridades políticas. ¿Mantenimiento, mejora y ampliación de los servicios públicos o más munición y mejores drones y tanques?

Donetsk (Ukraine), 05/02/2024.- Russian servicemen aim their weapons during an exercise aimed at coordinating troops of the military contract unit 'Bars-13', at a military shooting range near Donetsk city, Donetsk region, eastern Ukraine, 05 February 2024. On 24 February 2022, Russian troops entered Ukrainian territory in what the Russian president declared a 'special military operation', starting an armed conflict that has provoked destruction and a humanitarian crisis. (Rusia, Ucrania) EFE/EPA/ALESSANDRO GUERRA
ALESSANDRO GUERRA / EFE

La coincidencia unánime de los líderes europeos en que hay gastar más en armamento pivota principalmente sobre la cuestión material del asunto y sus beneficios geopolíticos. Mayor inversión para ganar ventaja militar con la que disuadir al enemigo y, si esto no resulta suficiente, estar en condiciones de repeler sus agresiones. Sin embargo, una de las cosas que siguen enseñando las guerras es que a pesar de la tecnología los frentes y las trincheras siguen existiendo. Y que hay que llenar unos y otras de hombres dispuestos u obligados a matar y a morir por la causa que justifica su reclutamiento. La guerra, con independencia del rol que cada uno juegue en ella –agresor o defensor–, demanda cadáveres y ruinas, no sólo gasto en armamento e investigación en tecnología punta. Incluso la guerra fría fue así. Sólo que en el terreno de los fiambres se desarrolló en terrenos de juego que a los europeos nos quedaban lejos.

Al discurso pro armamentístico europeo en alza por la amenaza de Putin y el progresivo repliegue estadounidense, con Trump o sin él, no le ha llegado el turno todavía de abordar la dimensión más espinosa del debate sobre la militarización. Y es normal. Porqué ésta no atañe al capítulo de las prioridades económicas o a la mayor o menor capacidad de ponerse al día tecnológicamente, sino que refiere a algo mucho más nuclear como la necesidad de devolver a los ejércitos y al armamento un papel con mucho más protagonismo entre nosotros de todo aquello que representan: disposición a matar y morir en la defensa de unos principios morales o intereses territoriales.

Las discusiones sobre gasto militar o la creación de un ejército europeo son de orden contable y práctico únicamente en primera instancia. Enseguida se tornan morales porqué atañen a lo más sustancial de nuestra manera de estar en el mundo: nuestros valores. El redimensionamiento armamentístico y militar de las democracias exige dinero, pero no solo dinero. También la certeza compartida de que el equilibrio entre el mejor y el peor de los tiempos va camino de romperse irremediablemente en favor del segundo si no le ponemos remedio. Y llegados a este punto es donde aparece una duda más que razonable: ¿Somos compatibles –para bien o para mal– la mayoría de los europeos de hoy con una mayor presencia de un belicismo tangible en nuestras vidas?

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