El 23 de septiembre se cumplieron 50 años de la muerte de Pablo Neruda. Un gran poeta y no sé si una gran persona, a tenor de los últimos descubrimientos en torno al abandono de su hija discapacitada, Malva Marina, y su trato misógino con las mujeres.
Durante la adolescencia, como muchas otras jóvenes de mi generación, fui nerudiana convicta y confesa. Me aprendí sus poemas de memoria. Ya sé que “Me gustas cuando callas”, fuera de contexto, suena horrible, pero menos si lo entendemos como la descripción de un ensimismamiento femenino: “Me gustas cuando callas / porque estás como ausente / y me oyes desde lejos y mi voz no te toca. / Parece que los ojos se te hubieran volado / y parece que un beso te cerrara la boca”. Por eso, a consecuencia de mi antiguo fervor nerudiano, me ha parecido oportuno recordarle en compañía de ustedes, yendo tras las huellas del poeta en Barcelona.
Consta documentalmente que Neftalí Ricardo Reyes llega a nuestro puerto el 5 de mayo de 1934, como empleado del consulado de Chile, no como cónsul, como a veces se ha afirmado. Por sus cartas sabemos que no está a gusto. Barcelona no rinde sus encantos de improviso. Tampoco a Borges o a George Sand, visitantes ocasionales, les interesó. Para que Barcelona atraiga, se necesita de una convivencia más larga, las de García Márquez, Vargas Llosa o Donoso. Además, Neruda, que ha conocido a Lorca en Buenos Aires en 1933 y que es amigo de Alberti, quiere marcharse lo más pronto posible a Madrid, donde sus amigos le esperan impacientes. Lo consigue y con el cargo de cónsul, tras dejarlo vacante Gabriela Mistral, en febrero de 1935.
Pese a no congeniar con la ciudad, es aquí donde el autor escribe uno de sus mejores poemas
No obstante, pese a no congeniar con Barcelona, en esta ciudad escribe uno de sus mejores poemas, la elegía Alberto Rojas Jiménez viene volando, antecedente de la de Lorca a Sánchez Mejías y de la de Miguel Hernández a Ramón Sijé.
Al conocer Neruda la noticia de la muerte de Rojas Jiménez, ocurrida en mayo de 1934, va a Santa Maria del Mar, la catedral de los marineros, con el pintor chileno Isaías Cabezón. Según él mismo cuenta, al no ser practicante e ignorar los rezos, solo se arrodilla y después, tras trepar por los altares, deposita en uno unos cirios muy grandes como contribución funeraria por Alberto. Ese es el hecho que da pie al poema, que se entiende muchísimo mejor al hilo de la anécdota. Al salir de la iglesia, Pablo e Isaías recorren las tabernas de la zona y beben hasta la extenuación, también en recuerdo del torrencial alcoholismo del difunto. En homenaje a las copas compartidas con Alberto hasta las fronteras del amanecer, hasta que el alba hostil les obliga a despedirse, bautizará con el nombre del amigo la taberna de su casa de Isla Negra en 1964.
A Barcelona volverá Neruda de incógnito en varias ocasiones. En 1970 se reunirá con García Márquez, que le recomendará a la agente Carmen Balcells. Antes, en 1967, en otra escala marítima que dura unas horas, le acompaña su editora, Esther Tusquets. Con ella, Pablo y su esposa, Matilde, recorrerán las calles del barrio húmedo de la ciudad, los antros destartalados adyacentes a la Rambla, adonde llega el salitre del mar y el sonido triste y profundo de las sirenas de los barcos. Neruda, recordaba Esther Tusquets, no quiso visitar nada, solo esa zona fronteriza con el puerto. Quizá la razón de tal decisión haya que buscarla en un anochecer de mayo de 1934 en el que el poeta trasegó por allí dolor y vino, alcohol y pena, recordando a Alberto Rojas Jiménez.