En 1976 se celebró en Sant Boi de Llobregat el primer Onze de Setembre en libertad, tras la dictadura franquista. Intervinieron tres oradores que representaban distintas sensibilidades del espectro político nacionalista. Eran tiempos previos a la recuperación de las instituciones autonómicas, y en los que el Onze de Setembre fue un reflejo de los anhelos comunes de todas las fuerzas con vocación democrática y catalanista.
La Diada del 2012, hace ya once años, marcó un antes y un después. Fue organizada por la Assemblea Nacional Catalana (ANC), en aquella ocasión bajo el lema “Catalunya, nou estat d’Europa”, que reflejaba el giro independentista de la celebración, a pesar de que en ella participaron muchas personas más descontentas con el trato fiscal recibido del Estado que afectas a la causa soberanista. Desde entonces, el Onze de Setembre ha sido un escenario copado por el independentismo para exhibir ante el mundo su músculo, en algunas ediciones con un poder de convocatoria ciertamente espectacular.
La Diada debería ir recuperando su condición de fiesta del catalanismo integrador
La ANC sigue figurando como entidad destacada entre los organizadores de la manifestación de la Diada, y hay que subrayar que lo hace con tanta fidelidad a su mandato fundacional particular –lograr la independencia de Catalunya– como indiferencia ante la evolución de la coyuntura política. Y no porque esta no vaya cambiando.
El año 2017, cuando desde las instituciones catalanas se trató infructuosamente de romper el vínculo con España, marcó una nueva línea divisoria, también para el Onze de Setembre. Desde entonces, la Diada ha perdido fuelle, salvo a ojos de la ANC. Tanto por el mencionado fiasco del 2017, como por el progresivo enfrentamiento de los dos grandes partidos independentistas, Junts y ERC, como por la constatación de que la unilateralidad no llevaba lejos y, después, por la apertura de negociaciones con el Estado. Primero fue ERC la que tomó esta senda. Y ahora es Junts, con Carles Puigdemont al frente, el que pone sus condiciones para facilitar la investidura de Pedro Sánchez como presidente del gobierno español.
La conclusión es obvia: tanto el Ejecutivo que encabeza el PSOE como los grandes partidos independentistas catalanes creen que dialogando es más probable avanzar hacia la resolución del problema que con propuestas maximalistas y choques. Los tiempos en los que la manifestación del Onze de Setembre se convocaba bajo lemas entusiastas a la par que precipitados –“Ara és l’hora” (2014), “Via lliure a la república catalana” (2015), “A punt” (2016), etcétera– quedan atrás. Y, lo que es mejor, han dejado paso a otros para ensayar nuevas vías.
El horizonte es, en este sentido, prometedor. No queremos decir con ello que la situación actual sea satisfactoria, puesto que son muchas las reivindicaciones catalanas justas que deben ser atendidas por el Estado. Decimos, eso sí, que, dado el papel decisivo que el 23-J ha otorgado a los partidos nacionalistas periféricos, la nueva legislatura ofrece, si finalmente es investido Pedro Sánchez, las condiciones para un fructífero debate territorial. Y no solo para eso: también para actualizar y mejorar el Estado de las autonomías, su funcionamiento y el encaje territorial. Estamos ante una oportunidad histórica, que en ningún caso debería ser desaprovechada.
Sería deseable que el Onze de Setembre, durante el último decenio una manifestación solo independentista, fuera recuperando este año su original condición de fiesta del catalanismo integrador, en la que se atenúen las posiciones dogmáticas a ambos lados del Ebro, y que de este modo sirviera como pórtico de la etapa de progreso, más sosegada y productiva, que esperamos de las negociaciones en curso.