Con Chopin no se juega
LA VIDA LENTA
Como hoy acaban nuestras vacaciones, antes de salir de la cama alargo el brazo y pongo en el móvil la Marcha fúnebre de la Sonata en si bemol menor de Chopin. Estoy un poco dormida, no sé si es una broma o una declaración de intenciones. Subo el volumen para que la música se oiga en toda la casa y alrededores, quiero hacer público el desmoronamiento existencial vacacional: hacer la maleta va a ser una tragedia sin disimulos. Los acordes del genio polaco, con ese ritmo repetitivo y profundo, maravilloso y bestial, en cuestión de segundos, lo invaden todo. Menudo poder. Las ondas se enroscan entre las sábanas, trepan por las piernas hasta la garganta. Creo que me cuesta tragar.
Esta música contiene una carga emocional demasiado penetrante, no recordaba que fuera tan peligrosa. Noto cosas en el pecho. Oigo el maullido de un gato en celo. Se respira una pena selvática. ¿Voy a llorar? ¿Acabaremos llorando todos esta mañana, sacudidos por esta pócima musical mortal? La pieza avanza en su lamento fúnebre. En la casa de al lado, suena el llanto de un bebé. Criatura. La cosa se me está yendo de las manos. Con Chopin no se juega. Has subestimado al genio, me digo con un nudo marinero en las tripas. ¿Pero cómo es posible que solo con la combinación de cuatro notas, logre este efecto devastador? ¿Cuál es el misterio?
Hay gente que fantasea con que lo abandonen en un área de servicio; como a un perro
Ya no hay escapatoria, esta escueta melodía fúnebre se atornilla en la mente e infecta las neuronas, que la repiten en silencio, obsesivamente, durante horas, o días. Se sabe de un tipo que acabó dando vueltas en un páramo canturreando la Marcha fúnebre hasta que se desplomó. Que nadie se ponga ahora a escuchar esta obra maestra de la tristeza por probar, de un modo irresponsable. Por mi parte, será mejor que salga de la cama y afronte la partida. Esta música es un atropello artístico. No sé si denunciable.
Ya en la autopista, la primera parada en el área de servicio te baja a la realidad de un tortazo. Sobre todo si, como es natural, el conglomerado está en medio de un buen secano. Las vistas son letales. Hay gente que fantasea con que lo abandonen en un área de servicio. Como a un perro. O como a una de esas cotorras tropicales que hablan demasiado y nunca más se supo. Las personas maduras que temen este tipo de cosas suelen tener, dentro de su pecho, a ese niño herido del que tanto se habla últimamente en las terapias. Hay un ejército de niños heridos en el corazón de la población. Sea como sea, en estos momentos de miedo irracional en el lavabo de una gasolinera, no está de más visualizar a Julio Cortázar y a Carol Dunlop, cuando vivieron durante 33 días en áreas de servicio de la autopista del Sur de Francia, por voluntad propia; para experimentar el asunto (con grandes dosis de risa y whisky) y escribir Los autonautas de la cosmopista. Un libro que, por cierto, debería ser de venta obligatoria en todas las gasolineras. Afortunadamente, en casi cualquier área de servicio pulula el fantasma de algún genio, dispuesto a reírse de ti.