Las dos caras de Turquía
Tras su victoria en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, el pasado domingo, Recep Tayyip Erdogan seguirá dirigiendo cinco años más los destinos de Turquía. Un país cuya sociedad está tremendamente polarizada; que tiene las arcas del Estado vacías y una inflación desbocada que ahoga a millones de familias, con la lira en continua depreciación; el proyecto fracasado de convertirse en potencia exportadora y la economía sumergida como fuerza esencial del sistema con trabajadores precarios.
Este es el escenario interno que deberá afrontar Erdogan y que él ha sido el primero en crearlo durante casi veinte años. Enderezar la economía deberá ser su gran prioridad. Los turcos han optado por sus propuestas porque la vuelta a los dogmas fiscales que pregonaba el opositor Kiliçdaroglu hubiera comportado una gran subida de tipos, una probable recesión y enormes problemas para empresas y ciudadanos, aún traumatizados por el terremoto de febrero.
Erdogan quiere que su país gane peso en el mundo, pero la economía le castiga
Los inversores occidentales evitan Turquía, que ha tenido que cerrar acuerdos de canje de divisas con Emiratos Árabes, Qatar y China para financiar sus necesidades. Invocando el precepto del islam que prohíbe la usura, Erdogan ha lanzado una cruzada contra los tipos de interés elevados y cree que bajarlos hace disminuir la inflación en lugar de subirla. El problema más urgente es que el Banco Central apenas dispone de liquidez por los casi 30.000 millones de dólares gastados para sostener la lira turca.
Pero el reelegido sultán turco tiene ambiciones que van mucho más allá de las fronteras de su país y que pasan por consolidar a Turquía como potencia media influyente en el tablero geopolítico internacional. Y ello es posible porque Turquía no es un país cualquiera. Además de su situación geográfica estratégica, su ejército es el segundo más grande de la OTAN; está esgrimiendo una neutralidad activa en la guerra ruso-ucraniana; es un socio estratégico para la UE en áreas como el terrorismo, la seguridad y la inmigración, pese a estar cada vez más alejada de Bruselas, y su influencia y participación en el conflicto sirio han sido patentes y siguen jugando un papel destacable.
Todo indica que Erdogan mantendrá sus políticas en estos ámbitos y seguirá alejándose de Occidente. Pese a ser miembro de la OTAN, su relación con Putin es muy fluida y seguramente seguirá poniendo trabas al ingreso de Suecia en la Alianza. Biden habló el lunes con Erdogan para que retire sus objeciones, insinuando que podría ser una condición para aceptar la petición turca de comprar y modernizar los cazas F-16 americanos.
Turquía seguirá jugando sus cartas en sus flancos sur y este, acosando a los kurdos y manteniendo, de momento, su acogida a millones de refugiados sirios. La guerra de Ucrania ha mostrado el doble juego de Erdogan, que por un lado ha condenado la invasión, pero no se sumó a las sanciones occidentales y ha incrementado su comercio con Rusia. Turquía es uno de los pocos países de la OTAN que no han reforzado la seguridad del flanco oriental de la Alianza.
La retórica antioccidental de Erdogan ratifica las horas bajas de la relación Turquía-UE, y el líder turco lleva años jugando la carta de la seguridad fronteriza para amenazar a Bruselas. No se prevé un cambio, aunque la crisis económica podría llevarle a una posición menos conflictiva con Europa. Muchas cancillerías occidentales suspiraban por un cambio de régimen en estas últimas presidenciales. No ha sucedido y tendrán que seguir tratando pragmáticamente con Erdogan.
Para unos, un autoritario que ha acaparado todo el poder; para otros, el artífice de la modernización de Turquía, Erdogan lleva dos décadas al frente del país, tiene el apoyo mayoritario de la población y dispone de cinco años más para dirigir, con un autoritarismo autócrata islamista, los destinos de Turquía durante un cuarto de siglo sin interrupción, más que Atatürk, el fundador de la República.