Loading...

Cásese en Las Vegas, por favor

No tengo nada contra el amor, ni siquiera contra el matrimonio. Sobre todo desde que este se convirtió en un país civilizado y con divorcio, pues, como decía Woody Allen, hay matrimonios que acaban bien, pero otros duran toda la vida. Esa extraordinaria tolerancia por mi parte no es obstáculo para que tema como al tifus dos de los eventos en los que la primavera es pródiga: las despedidas de soltero y las bodas.

 

Montse Giralt / Shooting

Pertenezco a una generación a la que los asuntos nupciales, más allá de los que se practican en el tálamo, le inspiran tanto entusiasmo como un bidet: la libertad asociada a los primeros años de la democracia no solo nos obsequió con imágenes inolvidables de Nadiuska y Susana Estrada. También facilitó algo parecido al amor libre, que buena falta nos hacía, y la posibilidad de emparejarnos cuantas veces hiciera falta sin pasar por la sacristía ni por el enojoso trámite de un convite nupcial que olía a naftalina. Como ustedes comprenderán, por aquellos días una despedida de soltero que fuera más allá de pasar por el Zeleste o el Karma y tomar unas cervezas escuchando a Sisa con cuatro amigos era un anacronismo risible­.

Sin embargo, en prueba evidente de que eso del progreso solo puede aplicarse a la tecnología, tales celebraciones viven un momento de esplendor. Habrán visto esos grupos de beodos que recorren la ciudad practicando extrañas gincanas, luciendo diademas en forma de pene, vistiendo camisetas con ingeniosas leyendas del tipo “La que no folle que no entretenga” y seguro que saben a lo que me refiero. Algunos, incluso, provienen del extranjero, y entonces solo cabe preguntarse qué hacen nuestras autoridades para evitar estas nuevas invasiones bárbaras.

Lee también

El desfile de la derrota

Javier Melero

Otra cosa son las bodas en sentido estricto, celebraciones que se han salido de madre de tal manera que quien recibe hoy en día una invitación tan solo puede experimentar una profunda inquietud. Las bodas han mutado en festejos de duración desmesurada que empiezan a las cinco de la tarde y acaban a altas horas de la madrugada y se celebran en lugares supuestamente pintorescos a los que hay que acudir en coche, lo que priva incluso del consuelo de pillar una buena cogorza: la única manera de aguantar hasta el final.

A todo eso se une un código indumentario inexplicablemente formal –aún más en días de plena canícula catalana– que implica que los invitados de sexo masculino deban vestir como misioneros mormones o directores de funeraria y sudar como galeotes. De esta guisa habrán de asistir a los extraños rituales diseñados por algún experto en protocolo que han cobrado carta de naturaleza en las bodas españolas. No sé de dónde procede la costumbre de empezar a aullar agitando al unísono las servilletas, pero convendrán conmigo en que su inventor merece plaza en alguno de los círculos del infierno.

Las bodas se han salido de madre; quien recibe una invitación experimenta una profunda inquietud

Unan a eso la nueva tendencia en materia de regalos consistente en efectuar un ingreso en el número de cuenta que aparece indicado en la propia invitación. Es natural que la vieja costumbre de la lista de bodas en unos grandes almacenes haya pasado a la historia. Hoy, la gente que se casa suele llevar años conviviendo y ya tiene su propia cafetera y sus pongos de cerámica, pero el cálculo de la suma correcta a entregar se convierte en un auténtico suplicio. Y es que, a menos que se case un hermano o un hijo, tampoco se trata de que haya que elegir entre las vacaciones de verano o asistir a la boda de un primo segundo.

No me negarán que el ingreso en la cuenta resulta tan frío como cualquier transacción comercial y que, aunque evite la entrega de un sobre con dinero que recordaba poderosamente al enlace de Connie en la primera parte de El padrino, implica una monetización de las relaciones personales un tanto ofensiva.

Hasta el punto de que se ha generado una cultura en la materia por la cual se supone que, como mínimo, el invitado ha de financiar el precio del cubierto que le van a servir. De hecho, algunos llegan a llamar al restaurante para afinar aún más la cantidad y todo acaba pareciendo una especie de negocio en el que los novios no solo no invitan a nadie sino que van a salir del banquete con más dinero que con el que entraron.

Acabo por pensar que los progres de los ochenta tenían toda la razón, y que quien quiera casarse lo que tiene que hacer es irse discretamente a una de aquellas capillas con curas disfrazados de Elvis Presley que abundan en Las Vegas. Y enviar una postal.

Lee también