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Sanxenxo y Letizia erguida

Mientras las cámaras buscan la foto del emérito en Sanxenxo, los periodistas interrogan a los vecinos, un clásico del periodismo de sucesos, ávido de rellenar los silencios. “A Juan Carlos se le acusa de todo lo que ha hecho mal, pero ¿y lo que ha hecho bien?”, se pregunta en televisión una pontevedresa que ha salido a tirar la basura y, de paso, a chafardear entre el pelotón de mirones. Ella representa al pueblo compasivo que, lejos de impugnar el reinado de quien fue “el mejor embajador de España en el mundo”, recuerda esa cualidad tan festejada: su campechanía.

Un término que parece caducado, aunque nuestros padres lo apreciaran tanto. Campechano deriva de Campeche, un estado mexicano cuyos habitantes tenían fama de simpáticos y acabaron convertidos en adjetivo multiusos, hasta que se impuso lo empático.

 

Chema Moya / EFE

Ortega y Gasset afirmaba que “empezando por la monarquía y siguiendo por la Iglesia, ningún poder nacional ha pensado más que en sí mismo”. Y así fue con Juan Carlos, que hizo gala de una gran campechanía con el pueblo, pero se guardó la empatía para sus amistades peligrosas, las mismas que le valieron el mote del “rey del chanchullo”.

En cambio, de Felipe VI nadie espera que sea chistoso. Su proeza consiste en modernizar y profesionalizar una institución rancia y colmada de unos privilegios hoy censurados. No dudo que su mayor acierto fue elegir a la periodista Letizia Ortiz como compañera de vida. Su inicial contención –¡cómo no!–, su franqueza, su solvencia comunicativa y sus hombros atléticos, erguidos en una metáfora vital, se han convertido en el mayor activo de la monarquía. 

Sus hombros atléticos y su empatía son el mayor activo de la monarquía

Porque mientras ella tragaba sapos y culebras en palacio, a causa de su familia política, España iba forjando una identidad más plurinacional, diversa, igualitaria y laica. Una sociedad en que las mujeres lucen con naturalidad sus canas al aire. Como Letizia.

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