Efectos secundarios

Pablo Iglesias, ese guardián de las esencias de una cierta izquierda a la que cada vez entiendo menos, le reclamó el otro día a Yolanda Díaz un proceso de primarias para confeccionar las listas de su proyecto Sumar. La enésima reivindicación de sí mismo del preclaro líder, siempre en nombre del pueblo, apelaba de nuevo a algo que ya es casi lo de siempre: dejemos hablar a la gente, democracia directa, participación ciudadana, iniciativa popular, and so on (en inglés para ser moderno y estar a juego…)

04/ 02/ 2017 El secretario general de Podemos, Pablo Iglesias , durante el acto de presentación de su candidatura,

 

Dani Duch

Las primarias han venido para quedarse, me temo, y uno se fatiga de ir a la contra, porque lo cierto es que nos hemos vuelto todos mucho más primarios y que no sabemos ver los efectos secundarios de las dichosas primarias. A saber: simplificación y radicalización del discurso, adelgazamiento del pensamiento político y la reflexión y exaltación del espectáculo y el eslogan resultón. El grito por encima de la palabra.

Las primarias, sean cerradas –solo militantes– o abiertas –ciudadanos en general, normalmente tras inscripción previa– se extienden por el eje mediterráneo, mientras otros países de nuestra Europa siguen confiando en la organización y los cuadros de los partidos políticos y su capacidad para elegir sus propios candidatos sin necesidad de someterlos a votaciones pocas veces realmente participativas.

Aquí no, aquí estamos siempre por, me repito, lo más moderno, aunque sea tan antiguo como unas primarias que recuerdan a los caucus estadounidenses, sistema histórico de dudoso sentido en términos de democracia liberal, pero donde, en nuestro caso, ni siquiera es necesario discutir y dialogar y servir pastas y bebidas. Basta con votar.

En democracia, los partidos y sus estrategias no tienen por qué coincidir con sus militantes

En democracia, los partidos y sus estrategias no tienen por qué coincidir con sus militantes. O dicho de otra forma, los militantes y los votantes de un determinado partido muchas veces no están de acuerdo. Y no es lo mismo ser creyente que apóstol. Y si nos ponemos sarcásticos y nos arriesgamos a ofender, hasta podríamos decir aquello de que lo peor de un partido son sus militantes, como lo peor de alguna fe son sus sacerdotes…

Un campeón de las primarias, sobre todo durante la creación de su Partido Progresista, en 1912, fue Theodore Roosevelt, otro que luchaba contra la corrupción de los partidos tradicionales y que quiso, cuando ya había sido presidente, enmendarle la plana al mismo Partido Republicano que había liderado. Al final, contribuyó decisivamente a darle la victoria al demócrata Wilson, aunque hay que reconocerle que creó el único tercer partido que ha llegado segundo en unas presidenciales norteamericanas (sí, ganó a los republicanos, sus antiguos compañeros de viaje).

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Hablamos del Theodore Roosevelt del big stick como fórmula del imperialismo yanqui; aquel que se fue a Cuba para luchar contra los españoles al frente de sus Rough Riders, y que se sirvió de la prensa para labrarse una publicidad y una fama extraordinarias. Al fin y al cabo, el popular Roosevelt llegó a vicepresidente y acabaría siendo presidente, tras el asesinato de McKinley, y hasta ganaría un premio Nobel de la Paz por ayudar a terminar con la guerra entre Rusia y Japón.

Rico de cuna ­­y nacimiento, poeta, soldado, buen orador, cazador de fama, naturalista, historiador, explo­rador, vaquero y hombre de genio vivo y nacionalismo extremo, era el candidato ideal para ganar cualquier primaria. Otra cosa, de nuevo, son los efectos secundarios de la elección.

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