Durante algunos años, el tema central del debate político en Catalunya tenía que ver con la financiación y el déficit fiscal. Esta era una cuestión nuclear hasta el punto de que la exigencia de elaborar y publicar las balanzas fiscales entre territorios formaba parte de los pactos políticos entre los partidos nacionalistas e independentistas catalanes y los inquilinos de la Moncloa. En ese tema, los vascos, con el concierto, comen aparte. Por elevación, y de forma progresiva, la reivindicación de un trato fiscal más justo quedó sustituida por el clamor a favor de la independencia de una parte significativa de la sociedad.
Un punto de inflexión fue en septiembre del 2012 cuando el entonces president Artur Mas decidió romper sus pactos con el PP, con cuyo apoyo gobernaba en la Generalitat, tras recibir un portazo de Mariano Rajoy al plantearle una suerte de ultimátum sobre un pacto fiscal. Después de eso, Mas convocó elecciones y en la siguiente legislatura convocó la consulta del 9 de noviembre del 2014.
Son legión los que, cuando se habla del déficit fiscal, desconectan o lo despachan con desdeño, tildando de insolidarios y victimistas a quienes lo planteen. Pero el tema no es anecdótico; es un asunto nuclear y probablemente por esta razón muchos tratan de esquivarlo.
En ocasiones, el debate sobre los métodos de cálculo convierte el asunto en un baile de cifras donde todo el mundo parece que tenga razón. Básicamente, hay dos maneras de calcular el déficit fiscal de un territorio: el de flujo monetario y el de carga-beneficio. El primero computa como gasto solo el que se hace de forma efectiva en el territorio en cuestión, mientras que el segundo considera como gastos del territorio todos los que generan algún tipo de beneficio para la ciudadanía de ese territorio, al margen de que se hayan efectuado allí. Por poner un ejemplo, en el método de carga-beneficio, las inversiones en el Museo del Prado se imputan en proporción a todos los territorios, mientras que con el método de flujo monetario se computaría esa inversión a la comunidad que disfruta directamente de ese equipamiento.
En el 2014, con Rajoy en el Gobierno, se dejaron de publicar las balanzas fiscales y desde entonces existe un apagón en la información. En ese momento, el Ministerio de Hacienda reconocía un déficit fiscal en Catalunya de entre 4.000 y 10.000 millones de euros, según el criterio utilizado para calcularlo. En ese mismo periodo, la Generalitat situaba la cifra en los 12.000 millones. Los años han pasado y el Estado ha dejado de actualizar las cifras. Los últimos datos disponibles se publicaron en el 2021, con Jaume Giró al frente de la Conselleria d’Economia, que estimó un déficit fiscal de entre 14.556 millones y 20.196 millones, según el método de cálculo utilizado.
La política fiscal no puede desconectarse de los efectos de un modelo que penaliza a unos y favorece a otros
Canse más o canse menos el debate, la realidad es que, año tras año, y década tras década, los ciudadanos de Catalunya en su conjunto soportan una pérdida constante de entorno al 8% de su PIB, lo cual supone un lastre evidente que compromete la calidad de los servicios públicos, la capacidad para acometer inversiones y, en definitiva, la competitividad de su economía. Una penalización constante del 8% sostenida en el tiempo tiene un impacto innegable.
Con las últimas cifras disponibles (la liquidación del 2019), el conjunto de contribuyentes catalanes aportó 63.916 millones a las arcas del Estado y recibieron, en servicios e inversiones, un total de 43.721 millones de euros. Los datos hablan por sí solos. En este sentido, el informe presentado hace unos días por el colectivo Economistes pel Benestar, compuesto por catedráticos de Economía y reputados economistas, puso negro sobre blanco y, con cifras en la mano, que el trato fiscal que recibe Catalunya perjudica el bienestar y la competitividad de los ciudadanos. Por desgracia, ni los datos ni la conclusión son algo nuevo.
En paralelo, existe el debate sobre la presión impositiva y aparecen los agravios comparativos en torno a tributos como el de patrimonio y el de sucesiones, con la Comunidad de Madrid como ariete. La cruda realidad es que los impuestos los baja quien puede y no quien quiere, y la política fiscal no puede desconectarse de los efectos de un modelo fiscal que penaliza a unos y favorece a otros. Por más que canse y que incomode, es necesario recuperar y poner sobre la mesa el debate sobre el déficit fiscal. El papel lo aguanta todo, pero la realidad no.