Derechos de familia

Derechos de familia

Siempre me fascinaron las familias numerosas que, llegadas las vacaciones, emprendían vuelo a Jerez de la Frontera o Palma. Parecían un anuncio modélico de felicidad y pulcritud. Me hipnotizaba esa fila de niños con calcetines largos y mirada dulce. Las niñas peinadas primorosamente con las trenzas en forma de diadema potenciaban mi sensación de torpeza, pues con mis hijas nunca pasé de las dos coletas.

La ministra Ione Belarra, en pleno proceso de aprobación de una necesaria ley de Familias, recuerda el sentido del verbo 'conciliar'

Hay un tiempo, durante la crianza, en el que sueles pensar que las familias de los otros son mejores que la tuya: padres y madres que han sabido educar de verdad tanto en la ingesta de verduras y el control del azúcar como de pantallas. Llegas a convencerte de que sus hijos nunca se manchan o se quejan, ni aúllan y dan portazos. “¿Cómo lo harán?”, me preguntaba entonces con insistencia. Hasta que comprendí que aquellas familias no tenían que conjugar un verbo esquivo y tramposo: conciliar. Ahora, la ministra Ione Belarra, en pleno proceso de aprobación de una muy necesaria ley de Familias, recuerda el sentido del verbo: hacer compatibles cosas de distinta naturaleza. Y subraya que la conciliación no puede consistir en un conjunto de parches que permitan a los padres soportar esprints que les dejan exhaustos, sin palabras para la hora de la cena. “Tenemos que devolverles el tiempo a las familias”, afirma.

Porque estas no son patrimonio exclusivo de nadie, por mucho que la derecha se haya arrogado la promoción de la natalidad, eso sí, sin procurar inyecciones de ayuda material –España, el país de la UE que menos invierte en prestaciones familiares directas–. Y tampoco hay una única manera de entenderlas. De hecho, el ministerio de Belarra propone igualar los derechos de las familias monomarentales o LGTBI; que se amplíe el permiso de maternidad y paternidad hasta los seis meses, y que se dilate el periodo concedido para cuidar de nuestros enfermos. Porque, cuando los que forman parte de tu tribu sufren, acudir a su lado y permanecer junto a ellos resulta una auténtica cruzada, e incluso una especie de subversión en algunas empresas poco tolerantes con poner la vida en el centro.

Y si vaciamos el centro de vida, ¿qué nos queda? Porque estar condenados a ser madres y padres sin tiempo ni tranquilidad –material y anímica– para tejer afectos y goces, reparar heridas, alimentar la confianza y compartir valores nos aleja de aquella de­finición tan afilada como precisa sobre lo que es ser familia, según Jonathan Safran Foer: “Un día llegarás a hacer por mí cosas que odias”.

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