Más buenos que malos
Desde que se inventó el premio Nobel de la Paz en 1901 ha habido quince ocasiones, años de guerra mundial o de sequía ética, en las que no se lo dieron a nadie. La costumbre se debería haber repetido más.
Por ejemplo, el comité de sabios de Oslo podría haber pasado de Henry Kissinger, al que le dieron el premio el mismo año en el que bendijo el bombardeo de Camboya, que causó cientos de miles de muertes. Se deben de arrepentir hoy los buenos noruegos de habérselo dado a Aung San Suu Kyi, la aparentemente beata birmana cuyo gobierno lanzó después una campaña de exterminio contra la minoría musulmana rohinyá. Tampoco se deben de estar felicitando por haber elegido al primer ministro de Etiopía, Abiy Ahmed, cuyo Gobierno está cometiendo hoy mismo crímenes de guerra en su país y condenando a decenas de miles de personas a la muerte por hambruna.
Ahí está también Barack Obama. Comparado con su sucesor es Júpiter, Aristóteles y la madre Teresa de Calcuta, pero durante los ocho años de su presidencia no solo no hizo la paz en ningún lado sino que sus drones mataron a miles de inocentes musulmanes.
Otro receptor del Nobel, uno que murió esta semana, provocó controversia en su día. F.W. de Klerk, el último presidente blanco de Sudáfrica, compartió el premio en 1993 con Nelson Mandela. A Mandela no le gustó nada. Normalmente pienso que la opinión de Mandela va a misa. En este caso, no.
Bueno, es más fácil para mí. De Klerk fue miembro comprometido y luego ministro de gobierno y presidente del partido que inventó el apartheid y mantuvo a Mandela en la cárcel 27 años. Por otro lado, Mandela acabó teniendo excelentes relaciones con personajes que tuvieron más sangre en las manos que De Klerk, como su antecesor P.W. Botha (conocido como el gran cocodrilo), como el último jefe de los servicios de inteligencia del apartheid o como el general que comandó las fuerzas armadas durante seis años de dura represión en los años ochenta. Mandela se hizo amigo de los tres. Tuvo la enorme sabiduría y generosidad de comprender que cada uno es fruto de circunstancias que no controla, de intuir que si él hubiese nacido blanco en Sudáfrica en la primera mitad del siglo XX lo más probable es que él también hubiera sido un defensor del racismo institucional.
Mandela admiraba a los líderes fuertes
y en De Klerk vio a un abogado de pueblo
que carecía de grandeza
Pero hizo una excepción con De Klerk. No pudo extenderle la misma generosidad. Creo incluso que lo llegó a despreciar, un sentimiento que no solemos asociar con Mandela. (Llegó a odiar a su segunda mujer, Winnie, pero ese es otro tema.) La diferencia quizá es que conoció a De Klerk mucho mejor que a los demás integrantes del aparato estatal blanco. Vio en él un alma mezquina, curioso a primera vista, ya que De Klerk fue el jefe de gobierno que en 1990 lo liberó de la cárcel y acabó con treinta años de ilegalización del Congreso Nacional Africano.
Creo que despreció al que fue su socio y rival en la transición a la democracia principalmente por una razón. Sintió que De Klerk cumplió su tarea no por convicción moral sino porque cuando llegó a la presidencia se encontró con un proceso de diálogo demasiado encarrilado como para dar marcha atrás. Mandela ya llevaba cuatro años hablando en secreto con representantes del gobierno anterior, el del cocodrilo Botha, y la presión internacional fue aplastante para que se acabara de una vez con un sistema de discriminación racial (la mayoría negra no podía votar) definida por las Naciones Unidas como “un crimen contra la humanidad”.
De Klerk tampoco convenció a Mandela como persona. Mandela admiraba a los líderes fuertes y en De Klerk vio a un abogado de pueblo (originalmente lo fue) que carecía de grandeza. De Klerk negoció el fin del apartheid pensando inicialmente que iba a lograr forjar una nueva Constitución que daría privilegios especiales a los blancos (fracasó) y con poca conciencia aparente de que el apartheid había sido un monstruoso pecado contra su ferviente fe cristiana.
Si Mandela hubiera visto el vídeo póstumo de De Klerk, quizá habría reconocido que sí se mereció el Nobel
Hubo también algo que enfureció a Mandela. Durante los cuatro años de diálogo, 1990 a 1994, entre su partido y el gobierno de De Klerk murieron más personas negras como resultado de violencia política que en todo el resto del siglo XX. Los agresores eran del partido negro de derechas, Inkatha, cuyo líder, Mangosuthu Buthelezi, es de lejos el personaje más ruin con el que me he topado en los 60 países donde he trabajado como periodista. Pero la violencia de Inkatha la dirigían elementos siniestros del aparato de seguridad blanco. Mandela clamaba a De Klerk que actuase para frenar las masacres, pero él no quiso o no pudo. Lo que hizo que Mandela explotara en cólera contra De Klerk en repetidas reuniones privadas fue la convicción de que si las víctimas hubiesen sido blancas sí hubiese intervenido.
Nunca fueron amigos, ni después cuando ambos se retiraron. Pero con el tiempo De Klerk empezó a reconocer que había errado. Como acto de expiación, inició la curiosa costumbre de escribirle cartas a Mandela después de su muerte. En una de ellas confesó que su decisión de embarcarse en la transformación de Sudáfrica no fue consecuencia de un instante de iluminación, “de una conversión en el camino a Damasco”. “Fue un proceso lento, gradual y doloroso”, escribió. Pero que no lo dude, le insistió a su imaginario interlocutor, sí, categóricamente sí, llegó el día en que entendió que el apartheid había sido injusto e inmoral.
Quiero pensar que si Mandela hubiera podido leer esas cartas se le hubiera ablandado el corazón. Y más todavía si hubiese podido ver el extraordinario vídeo que De Klerk grabó como acto político final de su vida, hecho público el jueves, horas después de su muerte. Como si se dirigiese a Mandela, o quizá a su Dios, De Klerk dijo: “A menudo me acusan los críticos de que seguí justificando el apartheid… Yo, sin reservas, pido perdón por el dolor y el sufrimiento y la indignidad y el daño que el apartheid causó a negros, morenos e hindúes en Sudáfrica”.
Mandela le hubiera dado un aplauso y quizá hubiera reconocido finalmente que De Klerk sí se mereció el Nobel. Por un lado porque se lo mereció mucho más que otros que lo recibieron, pero ante todo porque hubiera vuelto a recordar que todos –De Klerk, él mismo, ustedes los lectores, yo– somos complicados y, en la gran mayoría, más buenos que malos.