Se vende Can Jorba en el Portal de l’Àngel. ¿A alguien le sobran 200 millones de euros? Hay dilemas banales que acaban creando bandos irreconciliables. Entre los partidarios de Pepsi y los de Coca-Cola, por ejemplo, o los que oponían el Cola Cao al Nesquik (en casa eran de la tercera vía y nos daban Eco, una bazofia).
Cada época tiene sus dilemas. ¿Por dónde debe andar aquel grupo literario llamado la “generación Nocilla”? Me sorprende que no les opusieran una “generación Nutella”. A veces, tras estos dilemas banales se discuten cuestiones más profundas. Recuerdo el que enfrentaba a Can Jorba, que cuando yo era niño ya debía de ser Jorba Preciados, con El Corte Inglés. A menudo escondía la clásica discusión entre tradición y modernidad. Recuerdo que en el barrio se discutía más por eso que por ser del Barça o del Madrid (la tercera vía, ser del Espanyol, no cotizaba). El dilema entre los dos grandes almacenes del centro era motivo de discusión recurrente entre las clientas de la zapatería que regentaba mi madre en la plaza Virrei Amat. A mí me fascinaban las escaleras mecánicas de los dos, pero ella ejercía una entusiasta militancia cortebritánica que a los 96 años aún le dura, y su principal argumento era que El Corte Inglés era más moderno. Cuando, décadas después de perder el Jorba, en 1998 Galerías perdió el Preciados y la absorbió El Corte Inglés, mi madre lo celebró por todo lo alto. ¿Lo veis? Un ya-os-lo-decía-yo en toda regla.
Una vez incluso vino a una presentación de libro de las que se celebraban en la planta superior, en un auditorio aterciopelado con nombre de chiringuito: Àmbit Cultural. Los editores de primeros de siglo se chiflaban por hacer presentaciones allí solo por salir en los espacios publicitarios contratados por los grandes almacenes en los programas radiofónicos de más audiencia. Que Jordi Basté interactuara con la voz grabada de la mítica Noemí como si fuera una Alexa avant la lettre era la mejor promoción para cualquier libro, aunque luego a la presentación solo asistieran, con suerte, una decena de personas.
En uno de aquellos actos íntimos la coordinadora del espacio, una profesional encantadora, me contó un secreto. En más de una ocasión, viniendo de Madrid algún autor reputado con más ínfulas que público lector, cinco minutos antes de empezar la presentación la sala presentaba un aspecto más desolador que las actuales finanzas del Barça. En esos casos activaban un plan de emergencia consistente en llamar a una dependienta de cada sección, dos o tres por planta, les daban una gabardina fina para tapar el vestido chaqueta corporativo y las sentaban en el auditorio. El literato disertaba ante un mar de cabezas bien peinadas que asentían con interés y, al final, dos o tres incluso le pedían que les dedicase un ejemplar.