Cinco años ha tardado El Prenda en admitir tácitamente que violó a la superviviente de su autodenominada Manada en Pamplona. “Follándonos a una entre 5, puta pasada de viaje” escribió en el infame grupo de WhatsApp. Durante el largo proceso llegó a repetir que la chica se lo había inventado todo, y contó con el voto absolutorio del juez Ricardo González, quien apreció en los vídeos “un ambiente de jolgorio”. Imagino que José Ángel Prenda recibió asistencia para redactar la carta en la que escribe perdón y arrepentimiento con mayúsculas desde el centro penitenciario Puerto III de Cádiz donde cumple una condena de 15 años. Sus cuestionamientos de la veracidad de la mujer agredida le valieron un coro de machos heridos en su orgullo que acompañaban su penar, pues bien pudieran haber sido ellos los crucificados por correrse una juerga en los Sanfermines. Y ahora, tras algo más de cuatro años en prisión, lo admite sin verbalizarlo, y afirma que trabajará “incansablemente por reparar el daño”. La opinión pública ha juzgado su carta sin ingenuidad: ¡ah, los anhelados permisos y la obligada meritocracia para obtenerlos! Un perdón interesado –y tardío– a la mujer que tuvo que soportar un doble juicio, y por momentos sentirse incluso al otro lado de la verdad.
“Follándonos a una entre 5, puta pasada de viaje”, escribió El Prenda
Si los violadores de La Manada reconocieran el mal hecho, quizá lograran escapar de la penuria y la penumbra –dos palabras que forman parte de la familia etimológica de arrepentimiento –. El mundo continuaría igual de torcido, y las cicatrices de la víctima seguirían palpitando, pero cabría la posibilidad de considerar su enmienda útil a una sociedad en la que uno de cada cinco jóvenes no reconoce la violencia de género y considera que su chica es solo suya. Enteramente, y a placer. La frivolidad y el amarillismo con los que ha sido abordado el caso de La Manada y su perversa negación requieren una autocrítica en cadena.