Destacó Ortega que la historia de Roma tiene un alto valor ejemplar, por percibirse en ella la evolución de un imperio desde sus albores hasta su decadencia pasando por su cenit. En esta evolución tiene especial valor la dialéctica entre autoridad y potestad como factores de la vida social. La autoridad es la v erdad socialmente reconocida, y la potestad es el poder socialmente reconocido. Ambas tienen en común el reconocimiento social, pero divergen en que la esencia de la autoridad se halla en el saber , mientras que la de la potestad se encuentra en el poder (la fuerza ). En esta dialéctica fundó la República romana su solución al problema axial de toda organización política: el de los límites del poder. Así, distinguía la potestad de los magistrados con imperium y la auctoritas del Senado, de modo que la autoridad senatorial era la mayor garantía de la libertad social, frenando el impulso del poder con su consejo prudencial. Fue Augusto quien, al establecer el poder imperial, si bien respetando en apariencia las instituciones republicanas, abolió la distinción entre potestad y autoridad. Y, siglos después, la teoría política de la edad moderna, siguiendo esta pauta, basó la construcción del Estado en la identificación formal entre potestad y autoridad, sustituyendo el equilibrio de ambos factores de la vida política por la división de poderes, es decir, la separación –según la clásica fórmula de Montesquieu– entre poder ejecutivo, legislativo y judicial. Hoy se trata, por consiguiente, no de conformar el poder mediante la asistencia prudencial de la autoridad, sino de contraponer poderes entre sí, para que cada uno sirva de freno al otro. Balances y contrapesos.
Ahora bien, ¿quiere esto decir que el concepto de autoridad fundado en la verdad es hoy una idea obsoleta? O, al contrario, ¿hay que admitir que está en la misma naturaleza de las cosas la necesidad del concurso de la autoridad para la plena justificación de los actos de poder? No hay que profundizar mucho para advertir que, si bien la formal legitimación democrática es bastante para fundar la acción de gobierno de los poderes públicos en circunstancias normales, resulta preciso que estos se hallen investidos de una distinta e inaprensible autoridad para adoptar, en momentos de crisis, decisiones graves. A esta autoridad se hace referencia cuando se habla de capacidad de liderazgo o de carisma . En realidad, todo es una misma cosa: el generalizado convencimiento social de que quien ejerce el poder en aquel momento es la persona adecuada. Y ello por reunir una triple condición: la de conocer bien la realidad por haber pensado a fondo sobre ella; la de ser fiable, por decir lo que piensa; y la de ser consecuente, por hacer lo que dice. O sea, que sepa , que hable y que haga . Más corto: que actúe en verdad . La autoridad es el reconocimiento social de esta verdad . En este sentido, puede decirse que existe hoy en España sed de verdad. Es decir: sed de autoridad .
Buena parte de nuestros líderes políticos carecen de credibilidad, que es el fundamento de la autoridad
Esta sed de verdad se manifiesta en la mayoritaria desconfianza ciudadana frente a buena parte de nuestros líderes políticos, estatales y autonómicos. Carecen de credibilidad, que es el fundamento de la autoridad. Y no la tienen porque los ciudadanos perciben que anteponen sus intereses personales y partidarios (hacerse con el poder o perpetuarse en él) al interés general; y que, si les conviene, ni dicen lo que piensan ni hacen lo que dicen. Todo lo que farfullan es –como se estila decir ahora– un relato pergeñado por escribas serviles o por aparatchiks desbocados. Nuestros líderes no dicen la verdad, no tienen credibilidad y, por ello, carecen de autoridad.
Ahora bien, si, pese a ser mendaces, nuestros líderes respetasen al menos la división de poderes, su falta de autoridad –su ausencia de credibilidad– se vería compensada por el funcionamiento sin cortapisas de las instituciones. Pero también esto ha comenzado a resquebrajarse entre nosotros por la acción deliberada e interesada de los políticos, en el poder y en la oposición: la dilación injustificada en la renovación de los cargos caducados, el abuso del decreto ley y la interesada erosión institucional lo prueban. Por todo ello, tanta es nuestra sed de verdad, que, si surgiese alguien en quien poder depositar la confianza, los ciudadanos le seguirían. La sed de verdad es, en el fondo, necesidad de liderazgo.