Estamos en otra campaña electoral y se produce lo de siempre, “la costumbre”, como Unamuno llamaba a su mujer. La costumbre en este ceremonial político es que la mayoría de los candidatos y la mayoría de los argumentarios se basan en falacias cuando se refieren a sus rivales. Los insultos ni los menciono, porque está muy aceptado que un mitin sin insultos no sería un mitin, sino una predicación franciscana. Me refiero a las mentiras, manipulaciones y falsificaciones que se hacen de los hechos y las intenciones de los demás aspirantes y sus fuerzas políticas. Si fuese verdad la décima parte de las perversiones que se atribuyen al adversario, no podríamos hablar de personajes con vocación de servicio público, sino de delincuentes en potencia que podrían destrozar un país.
De esta forma, todo candidato es presentado por su rival como dogmático, intransigente, autoritario, servidor de extraños intereses inconfesables, venal, incompetente, poco preparado, falsario, demagogo, enemigo de la convivencia… Si es de derechas, estará situado en la frontera del fascismo o será asquerosamente corrupto y vendido al Ibex y a la banca. Si es de izquierdas, traerá la ruina económica, tendrá veleidades comunistas, subirá los impuestos y acabará expropiando pisos a la clase media. Si es nacionalista, su único afán será destrozar el fabuloso Estado de derecho que nos hemos dado, y si es nacionalista español, será un liquidador de la esencia y la identidad de un pueblo. Por supuesto, todos los programas que no sean el propio son deleznables o hechos desde el más egoísta sentido del beneficio.
Qué influencia puede tener en la intención de voto una campaña que se sabe falsa
Estos comportamientos han sido aceptados como normales o al menos como inevitables en toda campaña electoral. Se hizo verdad lo que escribió Hannah Arendt: “Quien miente tiene la ventaja de saber de antemano lo que su audiencia desea o espera oír”. Y, naturalmente, la audiencia de un mitin no espera ni quiere oír la verdad sobre un rival, y cuanto más se la manipule y tergiverse, más entusiasmada le escuchará o lo leerá. Se crea así un círculo vicioso cuya víctima primera es la verdad.
No voy a caer, por ello, en la ingenuidad de soñar con que algún día asistiremos al hecho revolucionario de una campaña sin falacias. Pero sí debo preguntar qué influencia puede tener en la intención de voto una campaña que se sabe falsa y qué cantidad de credibilidad les queda a los candidatos. Y no quiero citar, por manoseada, la referencia a un líder que nos iba a quitar el sueño a millones de españoles.