Las togas no votan

Las togas no votan
José Antonio Martín Pallín Exfiscal y Magistrado del Tribunal Supremo

La casi segura intervención del Tribunal Supremo de Estados Unidos en la decisión final sobre el nombramiento del presidente salido de las últimas elecciones no es una novedad, existen precedentes. En 1876, se decidió por una comisión de 15 personas, (cinco senadores, cinco congresistas y cinco jueces del Tribunal Supremo), es decir, no se trataba de un órgano jurisdiccional, sino de un tribunal mixto. Pero cuando verdaderamente alcanzó la máxima cota de trascendencia política fue en el año 2000 en las elecciones entre George W. Bush y Al Gore, en las que desempeñaron un papel decisivo los votos del estado de Florida. El Tribunal Supremo de Florida convalidó los votos defectuosamente perforados, con un argumento impecablemente democrático y constitucional: “Debe discernirse el verdadero sentido del voto y la intención real de los votantes que depositaron estas papeletas no computadas o mal computadas por las máquinas”. George W. Bush recurrió al Tribunal Supremo, que revocó la decisión de Florida, anuló los votos y le otorgó la victoria.

Lo que va a dilucidar el Tribunal Supremo, ante el anunciado recurso de Donald Trump, no versa sobre la validez o nulidad de unos votos, sino sobre la posibilidad de computar los llegados por correo con posterioridad al tiempo en que ya se habían escrutado el resto. El reconocimiento del voto por correo surge precisamente como respuesta a las deficiencias del sistema electoral que se detectaron en las elecciones del año 2000. Se regula por primera vez el voto anticipado y el voto por correo. Trump no plantea, en principio, la nulidad individual de los votos emitidos por correo, cuestiona que puedan ser computados por haberse retrasado su llegada a los colegios electorales. Sin embargo, para los jueces que han intervenido en las reclamaciones, lo verdaderamente importante, como se dijo por el Tribunal de Florida en el año 2000, es que los votos por correo estén certificados y validados; “el deseo de rapidez no es una excusa general para pasar por alto las garantías de la protección equitativa de las leyes”.

El poder del que están investidos los jueces no puede suplantar a la voluntad popular

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JOSHUA ROBERTS / Reuters

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Los actuales componentes del Tribunal Supremo no pueden ignorar los atinados argumentos que deslizaron los jueces disidentes en la sentencia que otorgó la presidencia a George W. Bush.

Por cierto que la juez Ruth Bader Ginsburg, recientemente fallecida, sostuvo que el voto legal es el que se contiene en una papeleta que claramente refleja la intención del votante. Recuerda lo sucedido en 1887 y pone especial énfasis en el principio de la división de poderes. La intención de los legisladores era atribuir al Congreso y no a los tribunales la competencia para resolver cualquier disputa electoral. Se apoya en una de las frases del presidente Madison (discurso del 25 de julio de 1887), que rotundamente afirmó que: “Estaba fuera de lugar permitir a los tribunales de justicia inter­venir en las elecciones presidenciales”. Apeló al tradicional principio de autorrestricción de los jueces en los casos de incuestionable impacto político. Esta norma ha estado presente siempre en la vida y funcionamiento del Tribunal Supremo de Estados Unidos. La quintaesencia de nuestra labor judicial pasa por la autorrestricción. En caso contrario se produciría un indeseable “decisionismo judicial”. Se quebrarían los principios de la democracia si interviene una institución que no responde ante los votantes y que no tiene sustrato del que obtener su autoridad y su fuerza. Decía: “Si caemos en el decisionismo judicial, corremos el riesgo de infligirnos a nosotros mismos una herida que dañará no solo a este tribunal, sino a toda la nación”. Termina su alegato con una cita del juez Bradley: “Lo más importante que hacemos es aquello que no hacemos”.

En el momento presente, el mejor servicio que el Tribunal Supremo puede prestar a la democracia pasa por respetar las normas generales y previas a la votación que rigen el voto por correo.

Espero y confío que, cuando tengan que resolver las reclamaciones de Trump, los jueces del Tribunal Supremo mantengan la tradición constitucional de la autorrestricción. Caer en la tentación de convertirse en “activistas judiciales” produciría un efecto demoledor para la democracia, en un país que siempre ha presumido de ser un ejemplo para otros sistemas políticos.

La lección que dieron los jueces disidentes, en la sentencia que revocó la decisión del Tribunal Federal del Sur de Florida, decidiendo quién sería el presidente de Estados Unidos, marca la pauta que debe regir en el funcionamiento de los tribunales de todos los países democráticos. Los jueces tienen que ser conscientes de que el poder del que están investidos no puede suplantar a la voluntad popular.

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