Las cruzadas contra el turismo no son algo nuevo. Y, como todo lo que suma años, tiene partes poco enseñables. Una calurosa mañana de agosto de 1910, el futurista Filippo Tommaso Marinetti improvisó un vehemente discurso en la veneciana plaza de San Marcos: “Repudiamos la Venecia de los forasteros, mercado de antiguos falsificadores, imán del esnobismo y la imbecilidad universales (...) ¡Quememos las góndolas, balancines para cretinos!”. Tres años después, Giovanni Papini escribió: “Florencia tiene la vergüenza, junto a Roma y Venecia, de ser una de esas ciudades que no viven del trabajo independiente de sus ciudadanos vivos, sino de la mezquina explotación del genio de sus padres y de la curiosidad de los forasteros”. Estos impetuosos muchachos hubieran echado abajo los palazzi (en sus sueños más húmedos, Marinetti se veía bombardeando la ciudad de los canales).
Nadie interesado en Venecia debería pasar por alto el ensayo Si Venecia muere (Turner) del arqueólogo e historiador Salvatore Settis. Allí encuentro el alucinante proyecto que en 1923 ideó el arquitecto Harvey Corbett para solucionar el desmedido crecimiento de Manhattan inspirándose en la Serenísima.
La solución de Corbett, en las antípodas del colauismo actual, era clara: reservar todas las calles de Nueva York al tráfico automovilístico. Los peatones circularían exclusivamente por las primeras plantas de los edificios, comunicados por pasajes, pórticos y puentes, y con una nutrida red de comercios, restaurantes y todo tipo de servicios. Hasta los parques debían ser elevados al nivel de esas nuevas aceras. El aspecto de Manhattan habría sido, de llevarse a cabo la idea, el de “una Venecia muy modernizada” (sic) con canales (las calles) que, en lugar de estar llenos de agua, “contendrán el flujo continuo del tráfico motorizado”.
La próxima vez que vea a mis amigos antituristas, les voy a mostrar las soflamas del fascista Marinetti. Y, al mismo tiempo, si me encuentro a uno de esos adalides de la “modernización”, me imaginaré para mis adentros lo que sería visitar el Manhattan carbónico que planificó Corbett.
Marco Polo nunca nombraba su querida Venecia en sus relatos de las maravillas que había visto. Ante el majestuoso kan de Mongolia, que le inquiría por ella, el viajero respondió: “Cada vez que os hablo de otra ciudad estoy hablando de Venecia”. Nos pasa a todos con la nuestra.