Cuando hierva la sangre…
No teman. No voy a repetir por enésima vez las palabras que Manuel Azaña pronunció a media tarde del 18 de julio de 1938, en el Saló de Cent del Ayuntamiento de Barcelona, al cumplirse el segundo aniversario del inicio de la Guerra Civil. Recordemos sólo que son aquellas en las que exhorta a las generaciones futuras para que, cuando les hierva la sangre, piensen en nuestro pasado colectivo y escuchen una voz que les repetirá “paz, piedad y perdón”. Tal vez piensen que exagero cuando rememoro palabras dichas en una situación dramática: una larga guerra fratricida librada a sangre y fuego. Sé que las circunstancias son distintas: han aumentado el nivel de vida y el grado de instrucción, tenemos una democracia asentada y el marco internacional es un factor de estabilidad. Pero, pese a ello, el germen del enfrentamiento –el huevo de la serpiente– ha anidado de nuevo entre nosotros. En unos
y en otros. Nadie es inmune a esta lacra.
A un lado, tenemos las acciones violentas de los CDR, que están sub iudice, su incomprensible apoyo parlamentario y la apuesta institucional sostenida desde la presidencia de la Generalitat por una salida unilateral del conflicto. Y, además, hay quien defiende que la liberación de las “naciones oprimidas” es inseparable de la “violencia legítima”: una violencia distinta de la violencia agresiva, es decir, “una violencia pacífica”, sea esto lo que sea, ya que las acciones de masas realizadas hasta hoy se han mostrado poco útiles; y se concluye que ha llegado el tiempo de una nueva violencia, que provoque un giro de 180 grados a la energía que el pueblo catalán ha quemado durante los últimos años. Una violencia imprecisa y de gradación incierta. Todo en aras de una Catalunya ideal sentida como propia por la mitad de la población catalana. Y al otro lado, hace tiempo que algunas fuerzas políticas defienden la aplicación inmediata del artículo 155 de la Constitución, con carácter indefinido y con asunción de competencias plenas, como única forma de restablecer el orden constitucional en Catalunya y, quizá, con el oblicuo intento de proceder a una progresiva recentralización del Estado. Pero faltaba la guinda, y se ha puesto en la Comunidad de Madrid, donde su presidenta –primero– y su vicepresidente –después– han evocado, al tratar de la exhumación del general Franco, la quema de iglesias como un posible paso siguiente al trasiego funerario. Todo al servicio de una idea de España que tampoco es compartida por todos los españoles. Así está el panorama. Ni comparo ni equiparo. Pienso en ello y llego a unas conclusiones que comparto por si sirven aunque sea para contradecirlas. Son estas: 1) La violencia se halla en el origen mismo del poder del Estado. Desde el momento en que se constituye una comunidad humana y en particular desde el momento en que se constituye un Estado, con un aparato de gobierno, la violencia pasa a ser monopolio exclusivo del poder constituido. Y este ha de emplearla sólo dentro del marco de la ley, como enforcement de esta misma ley y en defensa del orden público (López Aranguren, “ Sobre la evitabilidad o inevitabilidad de la violencia” ). 2) Fuera del marco de la ley, la violencia genera siempre violencia. Cuando uno es agredido violentamente, o claudica y se deja avasallar o responde también violentamente, con una violencia al menos igual si está en su mano, y superior si puede ejercerla. Nadie que quiera sobrevivir pone la otra mejilla. Ahí está el fundamento último de la legítima defensa. Y así lo dicen las Escrituras: “Quien a hierro mata a hierro muere” (San Mateo, 26, 51-52). 3). Todos los conflictos colectivos afrontados sólo con la violencia se decantan en principio a favor del más fuerte, pero perduran soterrados hasta que rebrotan más emponzoñados.
El enfrentamiento sólo puede evitarse con un triple respeto: a los hechos, a la ley y al adversario
La conclusión es clara: malos tiempos aquellos en los que aflora la violencia, aunque sea sólo de palabra: el enfrentamiento está servido. Y sólo puede evitarse con un triple respeto: respeto a la realidad de los hechos, respeto a la ley y respeto al adversario. Sé que sostener, hoy y aquí, estas ideas despierta idéntico desdén en ambos frentes por –dicen– equidistantes. Me da igual. Entrado ya en la última recta del camino, recuerdo algo que aprendí en su día de don Álvaro d’Ors, mi profesor de derecho romano: que la prudencia es la virtud jurídica por excelencia; a lo que añado, tantos años después, que la prudencia es también la virtud política por antonomasia. Por tanto, sólo los moderados, sean del color que sean, construyen el futuro de los pueblos. Y por eso, aunque no lo parezca, hoy es la hora de los moderados.