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Huesos sin santo

Como no formaban parte de la tradición de mi familia, creo que me quedé perplejo, y todavía me dura, la primera vez que oí hablar de unos dulces llamados huesos de santo. Era por la festividad de Todos los Santos, desde luego, y todavía recuerdo cómo se empeñó un medio pariente en ilustrarme sobre aquella masa de mazapán rellena de yema de huevo y que pretendía, según su explicación, imitar el huesecillo y su tuétano. Como si le hubieran cortado los dedos a muchos niños santos, creo que le dijo al infante que era yo por entonces. Soy poco goloso –el chocolate va aparte– y nada de mazapanes, pero creo que se me quitaron de golpe y para siempre las supuestas alegrías de los huesos de santo comestibles. Luego, más adelante, uno crece y se va encontrando pedos y suspiros de monja (mejor los segundos que los primeros) y pestiños, rosquillas, glorias, tetillas de novicia (les doy mi palabra de honor), dulces orgasmos (vayan a la plaza del Fontán, en Oviedo, y los tienen garantizados), cojones del Anticristo (tradición lebaniega), yemas de Santa Teresa, piononos, chochos salmantinos o charros, chochitos ricos, pelotas del fraile, engañamaridos, carajos y carajitos del profesor, casquetes aragoneses, paciencias y santas paciencias en fin, y dicho sea para concluir la retahíla y no abrumar... Así que los huesos de santo se quedaron anegados en el almíbar empapado de mala leche y campechana chabacanería de los nombres de nuestra repostería popular.

Lo curioso es que la tradición de los huesos de santo, con sus reminiscencias árabes pese a su raigambre cristiana, está documentada desde los albores del siglo XVII al menos, así que la devoción por las reliquias –¡qué manía por trocear a los santos!– y la veneración por los huesos, aunque sean simulados y de dulce, viene de lejos.

La devoción por las reliquias y la veneración por los huesos, aunque sean simulados y de dulce, viene de lejos

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Ahora, para inaugurar la temporada de Halloween, puesto que cada vez somos más americanos, no sólo vuelven los huesos de santo, que ya forman parte también de la Semana Santa y que en algunas pastelerías de Castilla y León están disponibles todo el año. En estos días previos a Todos los Santos y a los Fieles Difuntos, hay una apoteosis de calaveras de azúcar, fantasmitas de todas formas, colores y sabores, dulces de calabaza o de color naranja (lo dicho, cada vez más y más americanizados) y brujas y zombis y monstruitos y duendes y telas de araña y ataúdes y toda la parafernalia de una fiesta pagana que nos recuerda que somos carne mortal, aunque parezca olvidársenos en el delirio de la broma y el susto. Truco o trato, por descontado... Todo ello mientras el octubre catalán renace y anticipa el invierno que vendrá y ruge la precampaña electoral española y seguimos, mientras escribo este artículo, a la espera de sentencia y, miren ustedes por dónde, por obra y gracia del Tribunal Supremo se nos cuelan unos huesos non sanctos en la crónica de la actualidad y le ayudan a don Pedro Sánchez a cocinar su caldo gordo electoral, que para hacer buen caldo siempre vienen bien algunos huesos.

Les hablo de Franco, claro está. O, para ser más exactos, de los huesos del dictador, que ya no deben ser gran cosa, y que presumiblemente serán exhumados y, con todo sigilo y respeto, inhumados de nuevo en El Pardo, liberando el Valle de los Caídos de su cadáver y tal vez de su espíritu (aunque eso esté por ver). La familia ha puesto el grito en el cielo (no pretendo hacer un chiste), mientras que nadie habla de José Antonio Primo de Rivera, que creo que ahí sigue y no sé si seguirá. El fundador de la Falange ya fue exhumado en su día de la fosa común y enterrado de nuevo en Cuelgamuros. Y ahora, como víctima de la guerra que fue, fusilado por el bando republicano, las tesis zapateriles lo que preconizaban era trasladar sus restos dentro de la basílica, para que figurasen en un lugar menos prominente que el que ocupan ahora junto al altar y a Francisco Franco.

Un enredo espeso, mazapanesco, con relleno de yema de huevo difícilmente digerible, aunque endulzado por el discurso de la reparación y la reconciliación, pero que contiene alguna almendra amarga en su pasta, el sutil pero también penetrante deje agrio de la venganza.

Los huesos del Generalísimo , que era bastante bajito pese a su epíteto épico, no pueden ocupar demasiado lugar físico, pero siguen siendo un hito de la historia todavía reciente de España. Y aunque se digan y escriban muchas tonterías sobre el dictador, no hay duda de que el vencedor de una guerra civil como la del 36 y que luego encabezó un régimen dictatorial durante largos años no puede tener homenaje y mausoleo públicos. Sencillamente, hay que enterrar a Franco sin despertar el franquismo. Y puede parecer fácil, pero en un país en el que todavía hay nostálgicos del franquismo, enterrar por fin a Franco como los restos humanos que son sus despojos para que le recen y lleven flores, si quieren, sus familiares y algún allegado, es un acto necesario y, me atrevo a escribirlo, reparador.

Habrá que apechugar con lo que tenemos de folklórico y con reírnos del lucero del alba. Porque estoy seguro de que habrá monas de Pascua con figuritas de Franco en su cajita de pino, como estoy casi seguro de que para este día de Todos los Santos aparecerá algún repostero que anuncie huesos de Franco para promocionar sus huesos de santo. Y a algunos les sabrán de dulce.

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