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Y la globalización mató al avión

Miquel Molina Director adjunto

HUBO un tiempo en que hablar de globalización era hablar sólo de la mundialización de causas justas. El líder de Solidaridad, Lech Walesa, fue pionero en emplear el término en positivo, cuando habló del efecto amplificador que iba a tener la victoria de su sindicato sobre los comunistas polacos. La euforia le insufló un optimismo infundado. Hoy sabemos que en un mundo global tan rápidamente se expande la solidaridad como se amplifica el discurso del líder xenófobo de turno.

En el colapso de los aeropuertos convergen algunas de las tendencias más globales de hoy, en este caso malignas. El estallido generalizado de tensiones nacionales ha provocado conflictos locales cuyas partes buscan altavoces para hacerse oír, de lo que es un ejemplo la toma ayer del aeropuerto de Hong Kong. En segundo lugar, desde el 11-S, el terrorismo global viaja en avión, lo que ha motivado tal endurecimiento de los controles que a veces se quitan las ganas de volar. Luego están las molestas protestas laborales como la de El Prat. Estas movilizaciones tienen también un componente global: las formas de precarización del trabajo se han estandarizado en un mundo en el que confluyen los menguantes recursos públicos y el afán insaciable de lucro de las adjudicatarias. Y todo esto, en unos aeropuertos que se mueren de éxito porque todo el mundo quiere viajar.

Pero, como se ha dicho, no todo lo susceptible de ser global es negativo. Si seguimos estresando así los aeropuertos, habrá cada vez más gente que preferirá no volar: nuestra foto de portada puede verse como toda una invitación a comprarse una segunda residencia cerca de casa. Y a lo que íbamos, la parte buena del asunto es que, si por todo ello se acaba viajando menos y se emiten menos gases, la globalización habrá sido más eficaz en la lucha contra la crisis climática que la valiente de Greta Thunberg cruzando en barco el Atlántico atiborrada de biodraminas.