Loading...

Si no ahora, ¿cuándo?

Alfredo Pastor Profesor de Economía del Iese

No hace mucho que la ministra de Trabajo salió en los periódicos exigiendo al Banco de España que pidiera perdón por haber anunciado que la subida del salario mínimo a 900 euros iba a provocar un aumento apreciable del desempleo. La noticia no ­tuvo gran repercusión, lo que no es de ­extrañar, porque la atmósfera entre apocalíptica y barriobajera con que nos obsequian algunos de nuestros políticos ha terminado por embotar nuestra sensibilidad. Sin embargo, tanto las formas como el fondo de la cuestión –la conveniencia de un brusco aumento del salario mínimo– dan mucho que pensar.

Empecemos por las formas. Un miembro del Gobierno no puede ir con exigencias al Banco de España. Este no rinde cuentas ­ante el Ejecutivo, sino ante las Cortes, y en eso consiste precisamente la independencia del banco central. Una independencia que no es sinónimo de autismo ni siquiera de sordera, y que en opinión de muchos conviene preservar. Por otra parte, es probable que el gobernador del Banco de España, que goza de una excelente reputación profesional, haya lamentado que su conversación con los periodistas haya quedado reducida a unos titulares algo alarmantes; pero así es la vida, como habrá tenido ocasión de experimentar en carne propia todo cargo público.

Antes de entrar en el fondo de la cuestión quizá convenga despachar dos cuestiones previas. La primera es que un aumento apreciable del salario mínimo haría muy difícil la tarea de aquellas organizaciones que trabajan con colectivos marginales o en riesgo de exclusión: o deberían quedar exentas de la obligación de cumplir con la subida, o el Estado debería hacerse cargo de compensarles parte del salario pagado. La segunda es que un salario mínimo único para todo el territorio es poco apropiado en España: no afectaría a casi nadie en Catalunya o en Euskadi, y quizá a demasiados en Extremadura o Andalucía. En algunos países coexisten umbrales de salario mínimo regionales o incluso locales.

La primera consecuencia de un aumento del salario mínimo –el argumento del Banco de España– suele ser un aumento del paro. Es verdad que un mayor salario puede tener un efecto favorable sobre la productividad del empleado y permitir así que se mantenga el empleo, pero es prudente pensar que, por lo menos si se trata de un gran aumento, el efecto sobre el empleo será negativo. Ánimas caritativas –acompañadas a menudo de otras más interesadas– suelen añadir que ese aumento del paro se ceba en los más vulnerables. Naturalmente: los que pierden el trabajo son justamente los perceptores de salarios más bajos, que desempeñan tareas marginales y que por eso mismo llevan una existencia precaria. Un mínimo de decencia nos animaría así a dejar la subida del salario mínimo para otro día.

Pero hay dos razones para que sean precisamente esos trabajos los que vayan desapareciendo. La primera es una cuestión de justicia. Ya no podemos decir que sólo los gandules o los inútiles tienen dificultades para llegar a fin de mes. Hoy acuden a los servicios sociales parejas con trabajo que no alcanzan a mantenerse: son los trabajadores pobres, los working poor de los que oíamos hablar hace décadas en Estados Unidos, cuando pensábamos lo mismo que de otras muchas cosas: que eso no pasaría aquí. La segunda es aritmética: Miquel Puig estimó no hace mucho ( Un bon país, 2015, págs. 154-55) que un mileurista devuelve al Estado con sus impuestos sólo la mitad de lo que han costado su sanidad, su educación y las ayudas a la dependencia; un trabajador con el salario mínimo de entonces sólo devolvía un tercio, que hoy se acercaría a la mitad. Naturalmente, esto no puede seguir así por mucho tiempo, porque terminaremos por endeudarnos para financiar lo que, en términos económicos, es en gran parte consumo; es decir, por hacer lo que siempre nos dijeron que era una mala administración.

Basta con esto para adivinar en qué dirección han de moverse los salarios. Por otra parte, sabemos que estos no pueden separarse por mucho tiempo de esa magnitud, tan difícil de definir en ocasiones, a la que llamamos productividad. Salarios y productividad reaccionan entre sí: una productividad más elevada permite salarios más altos (aunque no siempre los consigue el trabajador), unos salarios más altos estimulan a buscar formas de aumentar la productividad (aunque algún empresario optará por despedir o cerrar). En este proceso el aumento del salario mínimo es ante todo una señal que da el Estado de cuál es el camino que ha de seguir nuestra economía. Es posible que sea una señal excesiva, ya lo veremos con el tiempo, pero no hay duda que está en la buena vía.

¿Y el momento oportuno? Mantener salarios bajos para preservar trabajos de mala calidad es válido cuando la alternativa es el paro, pero ese ya no es el caso en una economía como la nuestra.

En un momento como este, en que la economía va bastante bien, hay que arriesgarse a que suban los salarios y que vaya desapareciendo el trabajo precario. Si no ahora, ¿cuándo?