Europa bien, o tal vez no
Dicen que, a mediados de los años noventa, el primer ministro británico John Major pidió al presidente ruso, Borís Yeltsin, que le describiera en una palabra el estado de la economía rusa. “Good”, dijo Yeltsin. Con ganas de tener una visión un poco más detallada, Major insistió y le pidió que ampliara esta opinión a dos palabras. “Not good”, dijo Yeltsin.
No pondría la mano en el fuego por la veracidad de la anécdota. Quizás es inventada y ha corrido de boca en boca y de artículo como este en artículo como este por aquello del si non è vero, è ben trovato. Pero también es posible que sea cierta. Yeltsin tenía tendencia a empinar el codo, como es sabido, y quizás esto ocurrió un día en que se le fue un poco la mano. O tal vez es lo que pensaba. Quién sabe.
En todo caso, a la vista del resultado de las elecciones del 26 de mayo, me parece que se podría decir lo mismo de Europa. Según cómo, el diagnóstico de las urnas parece positivo, pero si examinamos el asunto con un poco de calma, quizás no lo es tanto. Depende.
Miremos el lado positivo: se temía que los partidos populistas y euroescépticos obtuvieran, si no una mayoría en el Parlamento Europeo, sí una minoría de bloqueo que les permitiera condicionar la elección de los nuevos dirigentes de la Unión y obstaculizar la aprobación de los presupuestos. Esto no ha ocurrido. La participación ha aumentado –muy buena noticia– y la suma de todos los parlamentarios euroescépticos y populistas no llegará al porcentaje necesario para sabotear la Unión desde dentro, que era a lo que los euroescépticos aspiraban, a la vista del fiasco del Brexit. A pesar del vigor electoral que han demostrado, continuarán siendo fuerzas marginales y los partidos favorables a la Unión continuarán dominando el Parlamento.
Ahora miremos el lado negativo. En cuatro de los seis países grandes de Europa (Francia, el Reino Unido, Italia y Polonia), el partido más votado es hostil al proyecto europeo. En Alemania los democristianos y los socialdemócratas no llegan al 50% y en España es la primera vez desde el franquismo que hay una extrema derecha con representación parlamentaria que tener en cuenta. Marine Le Pen, Matteo Salvini, Nigel Farage, Alternativa para Alemania, Vox y los nacionalistas polacos no podrán sumar fuerzas fácilmente, porque tienen objetivos diferentes e intereses contrapuestos, pero ponen de manifiesto que el apoyo popular al proyecto europeo es frágil.
Los partidos de centroderecha y centro-izquierda que han construido Europa están en declive. No sólo han cedido terreno a las fuerzas eurohostiles, sino también a los liberales –que serán imprescindibles para formar una mayoría– y a los verdes. Los núcleos favorables al proyecto europeo se han fragmentado. Democristianos, socialistas, liberales y verdes defienden políticas a menudo incompatibles, sobre todo en terrenos tan resbaladizos y con tantas implicaciones como el del medio ambiente.
La gran cuestión, ahora, es cómo revitalizar el proyecto europeo. Hay dos escuelas. Hay analistas que piensan que, con tan poca gasolina en el depósito, es mejor ir al ralentí y esperar tiempos mejores. Otros piensan que esto conduciría al desastre, porque significaría resignarse a la pérdida progresiva de motivos para seguir juntos y a dejar toda la iniciativa a los partidos hostiles a la Unión, y que lo que hay que hacer es aprovechar la gasolina que tenemos para relanzar el proyecto. Yo soy de esta opinión. La mejor manera de evitar que la gente se quiera bajar del coche es continuar avanzando. Ya sé que es difícil imprimir velocidad a un proyecto que cuenta con un grado de apoyo tan relativo. Es un pez que se muerde la cola. Pero dejar que el proyecto languidezca es suicida.
Hay muchas maneras de avanzar sin asustar a los que no quieren que las identidades nacionales se debiliten. Las propuestas más fructíferas en términos de cohesión no son siempre las que más resistencia generan. El ejemplo del programa Erasmus es el primero que me viene a la cabeza, pero hay muchos más.
El papel de los nuevos dirigentes será clave. Durante las próximas semanas, la Unión elegirá a los nuevos presidentes de la Comisión y del Consejo, un nuevo alto representante para la Política Exterior y un nuevo gobernador del Banco Central. La tarea que les espera no es fácil. Hay que completar la arquitectura del euro, poner orden, sensatez y humanidad en la cuestión de la inmigración, completar el Brexit, hacer valer los intereses europeos en la pugna entre Estados Unidos y China, dotar a la Unión de contenido social y revitalizar el viejo contrato no escrito en virtud del cual los países miembros transfieren competencias a Bruselas a cambio de progreso y seguridad. Hay que inyectar ilusión, para que los ciudadanos tengan argumentos convincentes a los que adherirse. Y esto exige habilidad política y mucha mano izquierda para generar consensos y evitar escollos innecesarios.
Curiosamente, en medio de este panorama, España –junto a Portugal– se erige como una especie de oasis. El anticiclón de las Azores, que asegura tantas horas de sol a la Península mientras al norte de los Pirineos llueve y hace mal tiempo, muestra una vez más su virtualidad en el terreno político. El Gobierno español será uno de los puntales de la estabilidad de la Unión durante los próximos años. Esto nos da una oportunidad de oro para influir en Bruselas. No debemos desaprovecharla.