Loading...

Trincheras verbales

Núria de Gispert ha sido la polémica protagonista de la semana. En un país que acaba de celebrar elecciones generales, a punto para locales, autonómicas y europeas, con el primer partido de la oposición noqueado, las alianzas de los ganadores poco claras y mil problemas más, toda la atención in­formativa se ha centrado en la expresidenta del Parlament por un tuit. No quiero res­tarle importancia, en seguida verán por qué, pero tampoco parece lo más importante para todos que una política alejada del ­poder sea el centro de atención, por desafortunado e insultante que sea que equipare a políticos del Partido Popular y de Ciudadanos con cerdos.

La expresidenta ha asegurado que no era consciente de lo que tuiteaba, aunque un repaso a otros mensajes muestra un claro patrón. Llamar tontos a Pablo Casado y al ministro Grande-Marlaska, patético y miserable a José Zaragoza, inepta e ignorante a Inés Arrimadas, a la que ha invitado a menudo a irse de Catalunya, o asegurar que la ministra Meritxell Batet ladra indica una tendencia que lleva a pensar que el tuit de esta semana ha sido el último de una larga y lamentable lista. Obviamente, la situación de precampaña ha provocado una mayor atención, dado además que De Gispert está a punto de recibir, como el resto de los expresidentes del Parlament de Catalunya, la Creu de Sant Jordi.

Es condenable, execrable y muy triste que una persona que ha tenido tan alta responsabilidad, que ha sido una política considerada por propios y extraños afable y empática y, por lo poco que la he tratado, amable y cercana, enfangue de esta manera su nombre, el del partido que apoya y, de rebote, la segunda institución de Catalu­nya. Pero lo que más me preocupa es que estoy casi segura de que Núria de Gispert sería incapaz de soltar todos estos insultos a la cara de sus destinatarios. Seguro que discutiría, les haría reproches y se enfadaría, pero no creo que los insultara de tú a tú. ¿Es este el efecto de las redes sociales? ¿Sacan el auténtico yo, la persona caradura y grosera que llevamos dentro? ¿O nos contagiamos de impunidad, de falta de reflexión y respeto y nos lanzamos por el barranco de la descalificación sin darnos cuenta?

El escándalo de esta semana parece banal y de patio de colegio si lo comparamos con la escalofriante estadística publicada por The Washington Post: el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha soltado más de 8.000 mentiras en dos años de mandato. De hecho, el segundo año ha triplicado el número de falsedades respecto al primero, supongo que animado ante la falta de consecuencias. La mayoría de estas mentiras, acompañadas a menudo de insultos y gruesas descalificaciones a sus enemigos (y algún amigo), las ha vertido a través de las redes sociales, sobre todo Twitter.

Las nuevas formas de comunicarnos son el arma perfecta: sólo dejamos el rastro de la nubecilla de humo después de disparar. A menudo ni eso, porque se abusa del anonimato, el silenciador de la violencia online. Ante la guerra, pacifismo activo. En vez de quedarnos tras la trinchera de nuestras opiniones, debemos salir a dar la cara en defensa de la decencia y el respeto. Antes de que las balas de la red empiecen a ­silbar en las calles reales.