Moral de la radio
A raíz de un documental que acusa de pederastia a Michael Jackson, la BBC y otras cadenas de radio han decidido vetar las canciones de la estrella del pop desaparecida. Así, y según los directivos de las emisoras que han tomado esta decisión, el supuesto delito del artista convierte en materia criminal toda su obra, al margen de su contenido. El creador era –dicen los autores del documental– un monstruo y, por tanto, sus creaciones deben desaparecer del espacio público. No se sabe si eso es una pena póstuma, una medida preventiva contra imitadores presuntos del lado oscuro del personaje o un exorcismo mediático para expulsar no sabemos qué tipo de demonios del cuerpo de la audiencia de un medio.
¿Qué nos dice de nuestro tiempo esta noticia? Quizás nos muestra la efervescencia irracional de un universo de gestos mecánicos que quieren evitar crisis reputacionales, que son las crisis fundamentales cuando la credibilidad ha desaparecido en beneficio de la verosimilitud ética. Los directivos que proscriben a Jackson quieren conjurar los hipotéticos daños de imagen de sus empresas, por simpatía. Es una operación que pretende ofrecer ejemplaridad a buen precio, como si el resto de artistas y obras que se difunden pudieran superar sin problemas una prueba del algodón universal. A pesar de la ridiculez del veto, todo el mundo simula que es una acción seria y fundamentada. Me recuerda los discursos sobre la paz de ciertos líderes internacionales. Domina un afán hipermoral preventivo, que genera un paternalismo extremo sobre el público: usted no puede escuchar esta música, nosotros lo protegemos.
El silencio forzoso contra las canciones de Jackson tiene un punto de anacronismo que choca con la realidad de un consumo multiplataforma y, en este sentido, consigue todo lo contrario de lo que pretende: relanza la obra del muerto, le otorga unas cualidades extras que no tiene, a la vez que lo recoloca en un envase barato de malditismo exprés, que se diluirá en un magma de verdades, rumores y cuentos que, a su vez, se sumarán a la leyenda de la que la industria del entretenimiento –radios incluidas– vive. El negocio puede ser redondo, un win-win de manual: rédito ético y económico se retroalimentan por debajo, mientras los vigilantes de la pureza pública aplauden. ¿Hay quien dé más?
Según la escritora Concepción Arenal, toca “odiar el delito y compadecer al delincuente”. No parece que eso funcione cuando llegamos a la vitrina de ciertos famosos. ¿Cuántos libros deberían desaparecer de las bibliotecas si la manía que mueve a los censores de la música de Jackson se convierte en mainstream? ¿Y cuántas películas serían inencontrables si el cine es objeto de los nuevos exorcistas mediáticos? Cuando yo era joven, no pensaba que debería escribir un día contra tanta estupidez.