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Brecht, Franklin, Marchena

Màrius Serra Escritor y enigmista

El pasado jueves, en el vestíbulo de la Sala Gran del TNC, presencié un nuevo récord de velocidad. Sucedió a la salida del estreno de La bona persona de Sezuan, de Bertolt Brecht, dirigida por Oriol Broggi con un reparto de gama alta, encabezado por Clara Segura. En el mundo del teatro las noches de estreno son especiales. Hay nervios directamente proporcionales a la ilusión proyectada, al final de la función salen a saludar los equipos artísticos que en las noches regulares no pisan escenario y luego, a menudo, una parte del público asistente recibe alguna cortesía patrocinada, líquida o sólida. En el caso del TNC suele haber golosinas. En el gran vestíbulo aparecen mesas altas coronadas por cajas rojas de bombones. Deben ser las más grandes del mercado, porque abiertas ocupan una superficie donde cuatro personas podrían hacer el vermut. En las tres horas precedentes, los personajes de la parábola que Brecht viste de cuento chino nos habían mostrado su mezquindad, contrarrestada por la luminosa protagonista de la obra, la prostituta Shen Te desdoblada en su primo Shui Ta para abarcar la bondad y la malicia, la empatía y la imposición el dorso y el reverso de la misma moneda. En los tres minutos posteriores a la obertura de puertas los bombones de las cajas rojas desaparecieron a una velocidad supersónica, como caramelos a la puerta de una escuela. El moralista Brecht nos venía a decir que el bien es un bien escaso y efímero, y los buenos bombones vestibulares desaparecían como seres literalmente efímeros.

En 1778 Benjamín Franklin escribió un relato breve en forma de carta a una señora. Se inventó los efímeros, unas criaturas arborícolas diminutas que, como máximo, ­vivían ocho horas y puso en boca de un efímero anciano (y anciano efímero) unas consideraciones que recuerdan la cruda de­claración de impotencia con que Brecht acaba La bona persona de Sezuan. Traduzco: “Aunque todavía tengo salud, no me deben de quedar más de siete u ocho minutos de vida. ¿De qué me habrán servido todos los esfuerzos, todo el trabajo para acumular miel en esta hoja, si no tendré vida suficiente para disfrutarlo? ¿De qué me habrán servido todas las luchas políticas que he emprendido por el bien de los compatriotas de este arbusto? ¿De qué mis estudios filosóficos en beneficio general de nuestra especie? Porque en política, ¿qué pueden hacer las leyes sin moral? El paso de los minutos hará de los actuales efímeros una generación tan corrompida y, en consecuencia, tan desgraciada como las de los otros arbustos más viejos. Y en filosofía, ¡qué progreso tan mínimo habremos hecho! “Ay, señor, la vida es breve y el arte largo!”. Una de las consideraciones de esta efímera criatura de Franklin sobrevolará en los próximos meses el tribunal madrileño que redactará una sentencia judicial anunciada a troche y moche: “En política, ¿qué pueden hacer las leyes sin moral?”.