Donde hay patrón…
Dicen que, al poco tiempo de llegar Donald Trump a la Casa Blanca, los tres militares de más nivel de su Gobierno –Jim Mattis, secretario de Defensa; John Kelly, secretario de Seguridad Interior, y Herbert McMaster, consejero de Seguridad Nacional–, viendo el carácter inestable del personaje, se conjuraron para no dejar que Trump declarara la guerra a ningún país si ellos tres no estaban de acuerdo.
Esto era a comienzos del 2017. Han pasado cerca de dos años. McMaster dimitió hace diez meses. John Kelly fue promovido a jefe de gabinete y se convirtió en una figura clave de la Administración durante un año largo, pero en diciembre pasado Trump lo cesó, después de no hablarse con él durante un tiempo y de dejarlo de lado en decisiones de gran peso. Jim Mattis dimitió hace un mes, en protesta por la decisión de Trump de retirar las tropas estadounidenses de Siria. Es decir, que los adultos de la casa, aquellos tres militares de altísima graduación que se suponía que debían evitar según qué decisiones, han arrojado la toalla y se han ido a casa.
Mientras tanto, Trump hace y deshace. Muchos analistas creían que sería una figura más ceremonial que ejecutiva –como Ronald Reagan–, que se dedicaría a jugar al golf y dejaría las palancas reales del poder a los colaboradores. Y que, gracias a ello, los Mattis, McMaster y Kelly evitarían errores irreparables de política exterior y los ministros responsables del área económica no le permitirían declarar guerras comerciales ni tomar decisiones contrarias a la buena marcha del país, por lo que, a pesar de su personalidad errática y de su renuencia a leer siquiera notas de tres páginas sobre los asuntos que tiene entre manos, todo iría la mar de bien. Pero no ha sido así. Trump no se deja controlar.
No tengo inconveniente en reconocerlo: yo también pensaba que el daño que haría sería superficial. Creía que los intereses económicos, la Administración y los famosos checks and balances –el Congreso, el Senado, el Tribunal Supremo, la oposición, etcétera– le frenarían. Que alguien le haría entender que un presidente no puede ir poniendo tuits según el humor con el que se levante. Que Trump se cansaría de asumir el coste de todas las decisiones y delegaría la labor de gobierno en sus colaboradores. Pero me equivoqué. Su egocentrismo no le permite adoptar una actitud de jefe de Estado y dejar que los colaboradores se quemen con la gestión diaria. Se quema él, pero de una forma extraña, porque sus incondicionales se lo perdonan todo.
No sé si cuando este artículo aparezca
la Administración norteamericana estará funcionando normalmente o si todavía estará medio cerrada. Quizás Trump ya habrá encontrado la manera de construir su famoso muro, que todo el mundo sabe que es inútil, o se habrá inventado un pretexto para salvar la cara con alguna mentira más. Pero, a pesar de sus rabietas y puerilidades, en dos años de gobierno ha tomado medidas de mucha envergadura. Si continúa así, dejará huella. Ha bajado drásticamente los impuestos a los más ricos, ha desregulado sectores clave de la economía –en particular, en cuestiones medioambientales– y ha conseguido garantizar el dominio conservador del Tribunal Supremo durante décadas. Es el presidente más proteccionista del que se tiene memoria. El impacto de todo ello será considerable. ¿A ver si todavía pasará a la historia como un presidente más decisivo de lo que pensábamos?
Donald Trump está consiguiendo poner en peligro el orden mundial que Estados Unidos viene construyendo desde hace setenta años. Con él en la Casa Blanca, ni la OTAN está segura. Los líderes europeos lo consideran una amenaza. El FBI ha llegado a investigar si estaba a las órdenes de Rusia. El poder estadounidense no ha sido nunca tan vulnerable, contradictorio y confuso. Con la retirada de la guerra de Siria, Trump puede destruir toda la estrategia de los últimos años en la zona que va del Líbano a Afganistán. La política de confrontación con China puede ser irreversible. A rebufo de Trump, proliferan todos los Bolsonaro y Duterte de este mundo, legitimados por un presidente que no tiene inconveniente en defender las ideas y a los gobernantes más reaccionarios.
Los analistas han comparado el daño que Trump está haciendo a la institución presidencial y al peso de Estados Unidos en el mundo con la vieja imagen de la rana al baño maría que no se da cuenta del peligro que corre hasta que ya es demasiado tarde porque el agua está hirviendo. Decían que Mattis era la última garantía de que el caos no se apoderaría de la Casa Blanca. Pero ha dimitido, y el desorden es cada día mayor. ¿Puede ser que la rana ya esté cocida?
“Este asunto es clave –dijo una vez Ronald Reagan–. Si hay alguna novedad, despertadme inmediatamente, aunque sea durante una reunión del gabinete”. La broma resume toda una forma de presidir el país más poderoso del mundo. A la edad de Trump, se podía esperar una actitud similar. Desafortunadamente, no ha habido suerte. Trump quiere mandar. Y donde hay patrón no manda marinero. Mal asunto, porque todavía le quedan dos años de presidencia. Suponiendo que no repita, que todo es posible.