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Héroes napoleónicos de cuatro patas

Grandes viajeros

Bijou y Cadet formaron parte de la caballería francesa que invadió Rusia en 1812

El monumento de Moscú a la derrota de Napoleón (Kirill Kudryavtsev / Afp)

Napoleón Bonaparte dirigió desde una calesa casi todos los movimientos de su ejército en Waterloo, su definitivo canto del cisne. La leyenda sostiene que las hemorroides le impedían montar a caballo y que esta fue una de las claves de la derrota francesa. Un libro del español José Miguel Carrillo sobre “anécdotas que pudieron cambiar (o no) la historia” se titula precisamente así: Las hemorroides de Napoleón (editorial Styria). Pero los historiadores no se ponen de acuerdo sobre este punto.

En lo que sí se ponen de acuerdo los historiadores es en la importancia de las monturas. Andrew Roberts subraya en Waterloo (Siglo XXI) el inútil sacrificio de la caballería pesada francesa, que intentó barrer los cuadros de la infantería británica de forma suicida, sin apoyo de la artillería móvil y nulo o inexistente refuerzo de la infantería. El cineasta Sergei Bondarchuk recreó su inmolación en una coproducción de 1970 entre la URSS e Italia. “Disparad a los caballos”, dice uno de los protagonistas de su película, Waterloo:

El ejército francés era uno de los más letrados de la época. Eso explica que hayan llegado hasta nuestros días numerosos diarios, autobiografías y libros de memorias militares. Son muy recomendables las obras del capitán Coignet (16 campañas y 48 batallas), el sargento Bourgogne (cuatro campañas, prisionero en Rusia) y el teniente Maurice de Tascher (que participó en la invasión de España y en la de Rusia, en la que murió). Gracias a los testimonios de estos memorialistas conocemos las historias de los otros soldados, los caballos.

El primer imperio se resume para los franceses en tres palabras: la epopeya napoleónica. Pero cuesta imaginar una epopeya más épica que la protagonizada por un caballo, Bijou. No conocemos ni siquiera el nombre de su propietario, un sargento mayor de los cazadores a caballo de la Guardia Imperial, pero sí el amor incondicional que le profesaba. Jinete y montura llevaban juntos 17 años. El sargento se apropió de Bijou en una carga contra los mamelucos en la batalla de las Pirámides, durante la campaña de Egipto.

El diario de Maurice de Tascher (M. Martín)

Desde el 21 de julio de 1798 y hasta el 18 de junio de 1815, en Waterloo, el sargento y su cabalgadura recorrieron Egipto y Europa, siguiendo los vaivenes de la guerra. Numerosos testimonios explican que el militar, que había recibido un disparo en la pierna izquierda, llegó cojeando hasta la retaguardia francesa, llevando al animal de las riendas. A pesar de su herida, el militar estaba más preocupado por su compañero que por sí mismo. El alazán, que arrastraba las entrañas por el suelo, murió poco después.

No lejos de allí, otro caballero del que sabemos incluso la identidad, el oficial Melet, dragón de la Guardia, lloraba sobre el cadáver de su montura, Cadet. Jinete y caballo también habían sido inseparables y participaron juntos, entre otras campañas, en las de Prusia y Polonia, en 1806 y 1807; de España, en 1808; de Austria, en 1809; de nuevo en España, en 1810 y 1811; y de Rusia, en 1812. Fueron poquísimos los caballos que regresaron a Francia después del desastroso pulso entre el emperador francés y el zar Alejandro.

‘Napoleón cruzando los Alpes' (1801), de Jacques-Louis David / Wikimedia Commons (WC)

Bijou y Cadet son dos de las escasas excepciones que conocemos: sobrevivieron a la guerra de Rusia. No sabemos dónde estaba su remonta, pero si viajaron desde París hasta Moscú recorrieron más de 5.600 kilómetros, ida y vuelta. Una odisea inimaginable que pocos jinetes se aventurarían a repetir hoy. Entre 160.000 y 180.000 caballos, mulas y asnos cruzaron el río Niemen, el pistoletazo de salida de la invasión napoleónica. Sólo la casa del emperador, es decir, la intendencia al servicio de Napoleón, estaba formada por 600 hombres, 52 carruajes y 630 monturas.

La francesa Marie-Pierre Rey, autora de L’effroyable tragédie (Flammarion) admite que los caballos eran un elemento militar insustituible, pero para que resultaran efectivos debían estar bien alimentados y herrados. Si se tiene en cuenta que un caballo puede comer un mínimo de seis kilos de heno al día, es fácil imaginar el monumental reto que se habían impuesto las tropas francesas: conseguir diariamente 900 toneladas de heno en un país invadido y en guerra. Una de las máximas de Napoleón era: “El ejército vive a costa del enemigo”.

‘La retirada de Moscú’ (1889), de Jan Van Chelminski (The Bridgeman Art Library)

Pero la Grande Armée no estaba acostumbrada a pelear en un país que llevó hasta las últimas consecuencias la política de tierra quemada. Los rusos rehuyeron el combate inicialmente y se replegaron sin dejar a sus espaldas otra cosa que no fueran ruinas humeantes. A medida que el ejército francés avanzaba hacia Moscú se iba desangrando más y más. A falta de heno, la caballería trató de abastecerse de hierba fresca, pero la hierba no tiene el mismo aporte energético y a menudo produce problemas en los estómagos de los equinos.

El talón de Aquiles de los caballos es el estómago. Su intestino supera los 20 metros. Eso, unido a una imposibilidad física (no pueden vomitar) hace que la palabra cólico sea la más temida en las cuadras. Los cólicos, la malnutrición y el agotamiento diezmaron las filas de la caballería. “Las monturas empezaron a morir como moscas a las primeras de cambio”, según Jacques-Olivier Boudon. Su Napoleon et la campagne de Russie (Armand Colin) tiene una portada reveladora:

El libro de Boudon y el cuadro de Swebach (M. Martín / WC)

Numerosos pintores del siglo XIX se sintieron subyugados por la catástrofe francesa, que en realidad vivió en Rusia la primera parte de la tragedia que se completó tres años después en las planicies belgas de Waterloo. Bernard-Edouard Swebach (1800-1870) fue uno de los mejores artistas a la hora de retratar la desesperación que sufrían los jinetes cuando perdían a sus caballos, el tema central del cuadro de más arriba, La retirada de Rusia , pintado en 1838 y expuesto en el Museo de Bellas Artes de Besançon.

Llegó un momento en que los jinetes más afortunados no podían conseguir más alimento para sus cabalgaduras que la paja reseca que cubría los techos de las chozas, pero eso sólo daba a los animales sensación de saciedad, sin alimentarlos realmente. El frío del general invierno, que no tardó en aparecer, y la falta de herraduras adecuadas para el hielo hicieron el resto... En el ejército ruso, los caballos también fueron determinantes, como sostiene el historiador británico Dominic Lieven. Pero con una diferencia: no pasaron tantas penurias.

El libro de Lieven (M. Martín)

Este experto sostiene con espíritu provocador en La Russie contre Napoléon (Éditions des Syrtes) que los mayores héroes del esfuerzo de guerra ruso no fueron los seres humanos, “sino los caballos”. Ellos resultaron, asegura, “un factor crucial, quizá el más decisivo, en la derrota de Napoleón en Rusia”. El zar no sólo fue capaz de reunir tantos soldados y caballos como Napoleón, sino que además su caballería estaba mejor pertrechada y habituada al terreno y al clima.

Los caballos de los cosacos del Don eran tan pequeños que algunos jinetes podían tocar con sus botas el suelo, pero en cambio eran infatigables y pronto sembraron el terror entre las filas de la Grande Armée. Los ejemplares de las estepas procedían de varios cruces con los caballos salvajes de Mongolia, que ya convirtieron en imbatibles a los hunos de Atila. Eran veloces, resistían el frío y tenían unas pezuñas tan duras que no precisaban ser herrados.

Caballos en Ukok, Mongolia (Getty Images/iStockphoto)

Estos ejemplares apenas necesitaban cuidados. Con sus patas podían adaptarse al suelo helado e, incluso, excavar en la tierra congelada en busca de una brizna de hierba. Al principio, los franceses se mofaron de las monturas de sus enemigos, sobre todo de la de los cosacos, con sus ponis “feos, lanudos y pequeños”. Cuando se dieron cuenta del error, ya era demasiado tarde.

Si los caballos pudieran pensar, ya estuvieran en un bando o en el otro, ¿qué dirían de nosotros? ¿Qué dirían, por ejemplo, Bijou y Cadet de los seres humanos? “Hemos sobrevivido al hielo, a las distancias inacabables, al hambre, las balas y las explosiones. ¿Y total para qué? ¿Para recorrer Europa de punta a punta y acabar muriendo y rodeados de muerte en otra guerra?”.

Nunca lo sabremos, pero esas podrían haber sido sus últimas palabras en Waterloo. Se fueron sin entender “la inextricable naturaleza humana”, como decía Jonathan Swift. Este escritor afirma en su obra maestra, Los viajes de Gulliver , que los caballos son “incapaces de mentir y odian la violencia”, por lo que les atribuye más sabiduría que a nosotros. Caballos, esos nobles brutos.

Se cree que el caballo es temeroso sólo porque nunca ha adoptado nuestros estúpidos códigos de honor en la guerra”

Stefano Malatesta(‘La vanidad de la caballería’, Gatopardo ediciones)

Este artículo forma parte de una serie de reportajes sobre mujeres y hombres de todo el mundo, célebres por sus experiencias viajeras.

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