La aventurera que renovó el pasaporte a los 100 años
Grandes viajeras
Alexandra David-Néel fue la primera occidental que entró en la ciudad prohibida de Lhasa
El epígrafe de esta sección se queda esta vez muy corto. Hay grandes viajeras y grandísimas viajeras. Y luego está ella. Hoy hablamos de una aventurera y librepensadora increíble que hubiera necesitado un tarjetero desplegable para que cupieran todas sus vocaciones y oficios. Nuestro personaje, Alexandra David-Néel (1868-1969), no es una gran viajera. Es la gran viajera. Aunque nunca le dio importancia al dato, fue la primera extranjera que entró en la ciudad prohibida de Lhasa. Eso y mil cosas más.
Cantante y libretista de ópera, pianista, filósofa, feminista, anarquista, políglota, exploradora, orientalista y experta en la cultura del Tíbet, además de la gran difusora del budismo en Francia. También fue periodista, conferenciante y escritora. Y, ante todo, un espíritu indomable, una mujer valiente. Poco antes de morir, a punto de cumplir los 101 años, renovó el pasaporte porque la necesidad de viajar era un veneno para el que no pudo ni quiso encontrar antídoto.
Nadie ha resumido mejor que ella el verdadero sentido del viaje: “Quienes viajan sin encontrarse a sí mismos y a otras personas no viajan, sólo se trasladan”. Es absolutamente imposible resumir en este artículo su subyugante personalidad y su trayectoria vital e intelectual. Pero, como ella misma dijo, vamos a intentarlo porque “el viaje más apasionante comienza dando un paso”.
Hija de franceses, que vivieron a caballo entre París y Bruselas, vino al mundo como Louise Eugénie Alexandrine Marie David. Sin embargo, ha pasado a la posteridad como Alexandra David-Néel. Desde muy joven demostró una gran personalidad. Con 15 años intentó embarcarse sola rumbo a Gran Bretaña. Su familia, horrorizada, se lo impidió. A finales del siglo XIX, las mujeres decentes –y no digamos las jóvenes– debían viajar acompañadas. No fue su caso. Antes de cumplir 25 años, ya había ido por su cuenta a India, Túnez y España, que visitó en bicicleta.
Su madre la intentó encaminar hacia una vida tranquila, entre terciopelos y comodidades. Pero ella, que siempre hizo más migas con su padre que con su madre, fue una escapista precoz. Varios de sus biógrafos aseguran que cuando tenía sólo dos años se perdió durante horas. Sus parientes estaban al borde una crisis nerviosa. Cuando por fin la encontraron, no estaba asustada. Ni siquiera lloraba. Al contrario, en su lengua de trapo decía que la dejaran seguir “paseando”.
Y eso hizo la mayor parte de su vida. Pasear. Pero por India,Tíbet, China, Corea, Japón, Mongolia… Tenía una voz prodigiosa y llegó a ser primera soprano de la ópera de Hanoi, en la entonces Indochina francesa. También cantó en Grecia y Túnez, donde conoció a su futuro marido. A los 36 años, a una edad en que las estrellas del bel canto están en su plenitud, ella dijo adiós a los escenarios.
En realidad, sólo cambió los coliseos líricos por otro tipo de teatro, el gran teatro del mundo. En 1911, cansada de eso que Balzac llamaba “las pequeñas miserias de la vida conyugal”, dejó a su marido en casa y le dijo que estaría de viaje “unos meses”. Tardaron 14 años en reencontrarse. Durante ese tiempo, Alexandra David-Néel recorrió rincones de Asia que casi nunca o nunca hasta entonces habían sido visitados por occidentales. A raíz de sus vagabundeos y de sus reflexiones sobre religión, filosofía y esoterismo nos legó una treintena de libros y ensayos.
El lector en español tiene a su alcance, entre otros títulos, Diario de viaje: cartas desde la India, China y Tíbet (Ediciones B). La obra refleja que Alexandra David-Néel y su esposo, Philippe Néel de Saint-Sauveur, eran un matrimonio atípico para la época. Se querían, se admiraban y se respetaban mucho (sus intercambios epistolares así lo demuestran), pero no podían convivir. Después de su larguísima separación, la reconciliación duró apenas unos días.
Todos los escritos que dirigía a su marido eran muy cariñosos, incluso cuando la ruptura fue irreversible. Sólo el fallecimiento de él, en 1941, interrumpió la correspondencia. En 1924, Alexandra David-Néel escribía: “Querídisimo amigo, he realizado satisfactoriamente el paseo que inicié cuando te envié mi última carta”. Es imposible al releer esta misiva no volver a imaginarse a aquella temeraria niña de dos años, sin miedo a irse de casa y que quería continuar vagando sola.
El paseo al que se refería en la carta a monsieur Néel era una auténtica odisea, que si hubiera sido realizada por un hombre habría hecho correr ríos de tinta. Tras meses de penosas caminatas, “comiendo ortigas y durmiendo en el fango helado”, había llegado a Lhasa. La capital de Tíbet tenía entonces vetada la entrada a los extranjeros. Para poder pisar la ciudad prohibida tuvo que disfrazarse y aparentar, con la cara embadurnada de hollín, que era una indigente local.
Cualquier otro hubiera explotado hasta la saciedad esa hazaña. Ella no sólo no lo hizo, sino que le quitó hierro. Tuvo que pagar un alto peaje para llegar hasta allí (“los campamentos en la nieve, el hambre, el frío, el viento que me cortaba la cara y me dejaba los labios tumefactos y ensangrentados”). Pero, de hecho, la misteriosa Lhasa le decepcionó, sobre todo cuando vio en los comercios “montones de cacerolas de aluminio expuestas como si fuesen objetos exóticos”.
Llegó a Lhasa, convertida en un “esqueleto andante”, con 56 años y después de superar pruebas que hubieran sido consideradas muy audaces “para hombres jóvenes y robustos”. Lo mejor de llegar fue el camino, cuando vivió inmersa “en un silencio donde sólo cantaba el viento, en soledades casi desprovistas incluso de vida vegetal, entre caos de rocas fantásticas, picos vertiginosos y los horizontes de luz cegadora del Himalaya”.
Eso fue lo que la hechizó. Los paisajes, la naturaleza, no las callejas de Lhasa. “He recorrido un Tíbet que los exploradores no conocen y he contemplado rincones extraordinarios que superan en esplendor todo lo que había visto hasta entonces”. Una persona normal tendría que reencarnarse varias veces para vivir la mitad de lo que vivió ella. Además de los libros que escribió, ha inspirado investigaciones, documentales y hasta cómics, que tratan de resumir su vertiginosa existencia.
También ha sido objeto de estudios académicos y de notables biografías, entre las que sobresale Alexandra David-Néel: retrato de una aventurera , de la estadounidense Ruth Middleton y traducida al castellano por Ángela Pérez para la editorial Circe. El viaje más complejo de todos los que realizó, dice la biógrafa, fue su “peregrinaje interior (...), que la llevó hasta la búsqueda solitaria de las doctrinas budista e hinduista”.
Conoció a marajás y al Dalái Lama en India. También se relacionó con mendigos, pastores, monjes, anacoretas y sabios. Vio tigres en la jungla y se alojó en cuevas de alta montaña, a 4.000 metros de altura. La recibieron en monasterios y palacios. Durante sus vagabundeos estuvo acompañada por un jovencísimo lama tibetano, Aphur Yongden, al que conoció cuando era un niño de 14 años. Ya nunca se separaría de él y lo acabaría adoptando. Después de entrar juntos en Lhasa, entre otras aventuras, madre e hijo regresaron a Francia. Era 1925.
Tras comprobar por enésima vez la incompatibilidad de caracteres con su marido, se inició una nueva etapa en la vida de la Lámpara de Sabiduría . Este fue el título con que la honraron por su erudición en el Tíbet (y que da nombre a uno de sus libros). Ella y su hijo fundaron el primer gompa o centro de oración budista tibetano en Europa. El Samten Dzong o fortaleza de la sabiduría ha llegado hasta nuestros días y hoy alberga la casa museo Alexandra David-Néel.
En 1937, las ganas de echarse de nuevo al camino la vencieron. Ella y Aphur Yongden pusieron rumbo a China, donde les aguardaban los horrores de la guerra y de la invasión japonesa. Tenía 69 años. ¿Qué hizo? ¿Plegar velas? La retirada no formaba parte de su diccionario. Continuó viajando por Asia hasta 1945, cuando regresó por fin a Samten Dzong. En este trocito del Tíbet trasplantado a la localidad francesa de Digne-les-Bains, en los Alpes de la Alta Provenza, vivió su peor tragedia...
El 7 de octubre de 1955, una fulminante enfermedad causó la muerte de su hijo. Su madre siguió dedicándose al estudio y realizó pequeños viajes por Europa, pero la tristeza y la artritis lograron lo que nunca antes nadie logró. Renunció a las aventuras. ¿Renunció? No del todo. Quería tener el pasaporte al día y lo renovó con cien años cumplidos, por si acaso. Ya sabía cuál sería su último gran destino. Cuando falleció, catorce años después que su hijo, pidió que las cenizas de ambos fueran arrojadas al Ganges. Así reemprendieron juntos el viaje.
Sus viajes se pueden trazar fácilmente en mapas de Europa, África y Asia; otra cosa es su peregrinaje interior”
Este artículo forma parte de una serie de reportajes sobre mujeres y hombres de todo el mundo, célebres por sus experiencias viajeras.