Los daneses si elaboran rankings de sus compatriotas más queridos y relevantes, suelen incluir en el primer puesto a uno de los mayores cuentistas de todos los tiempos: Hans Christian Andersen (1805-1875). Sin tono despectivo alguno, cuentista en su mejor acepción. Ya que nos regaló a niños y adultos cuentos imprescindibles como El patito feo , Pulgarcita y hasta 160 relatos entrañables repletos de fantasía y dulzura, o con denuncias y tristeza si hacía falta.
¿Un ejemplo? El trágico desenlace de La Sirenita , cuya versión original concluye sin el edulcorante propio de Disney. Pero eso no impide que su protagonista, transformada en bronce, sea el símbolo de Copenhague. Y ello pese a estar lejos del centro, en el parque Langelinie. Sin embargo desde que en 1913 se colocó la escultura del artista Edvard Eriksen, no hay turista que no la visite.
Si bien, la mayoría queda algo defraudada por su tamaño o el entorno portuario que la rodea. No obstante, aunque decepcione tampoco hay que comportarse como un bárbaro, ya que lamentablemente la figura suele ser objeto de actos vandálicos y hasta ha sido decapitada en más de una ocasión.
Otra escultura de visita obligada en la capital danesa es la que representa al propio Andersen, la cual se ubica en el emplazamiento más transitado de la ciudad. En una esquina de la Radhuspladsen, la plaza donde se alza el Ayuntamiento con su potente imagen de ladrillo rojo y su torre de más de 100 metros de altura. Una torre con campanas, aunque para saber la hora exacta es mejor mirar su reloj astronómico, en cuyo diseño invirtió años el relojero Jens Olsen, a quien se le acabó su tiempo antes de concluirlo y murió sin verlo funcionar.
Hoy en día, los viajeros sí lo ven, incluso de muy cerca, ya que se pueden ascender los 300 escalones que recorren el interior de la torre, para así contemplar su precisa maquinaria y disfrutar de uno de los mejores miradores de Copenhague.
Pero volvamos al suelo de la plaza, porque no sólo merece la pena apreciar el Ayuntamiento. También hay que echarle un ojo a la fachada histórica del hotel Palace, a la columna de los Sopladores Lur, a la fuente donde combaten un toro y un dragón,… y por supuesto al Museo The World of Hans Christian Andersen.
Hay que estar atentos, ya que a veces pasa desapercibido entre la enormidad de la plaza y el incesante trajín de gente. Por otra parte, no es el mejor museo sobre el escritor, ya que ese se encuentra en su ciudad natal, Odense. Aun así es bueno visitarlo para conocer algo más de su vida, que ciertamente no siempre fue fácil.
Llegó a Copenhague con 14 años, solo y pobre. Su única riqueza era laambición de ser actor y cantante de ópera. Así que durante unos años vagó por las calles, con hambre y tan congelado como la protagonista de su cuento La niña de los fósforos.
Evocar a la cerillera es inevitable durante una visita invernal. Hay que imaginar el frío de la muchacha mendigando por calles tan comerciales como Stroget, perpendicular a la Radhuspladsen, donde brillan los escaparates y el calor de los cafés invita a resguardarse de la intemperie.
El hecho es que Andersen jamás alcanzó su meta. Y eso que iría cientos de veces a pedir trabajo en los teatros capitalinos, incluido el imponente teatro Real, cuyo edificio se descubre precisamente en el otro extremo de la Stroget, al desembocar esa calle en Kongens Nytorv, la otra gran plaza de Copenhague. Por cierto, allí no solo es visitable el teatro, también es posible ver el palacio de Charlottenborg , hoy museo de arte contemporáneo.
Donde no pudo ir Andersen a pedir trabajo fue a la nueva Ópera Nacional, obra de uno de los arquitectos daneses más renombrados, Henning Larsen. Una joya a orillas de los canales de Copenhague que desde su inauguración en 2005 se considera uno de los teatros más modernos del mundo. Y también por motivos temporales, el escritor tampoco conoció otro de los escenarios vibrantes de la ciudad. Esta vez mucho más alternativo: el barrio de Christiania . Una ciudad dentro de la ciudad, con sus propias y controvertidas leyes, pero donde siempre se fomenta el desarrollo de las artes escénicas, musicales y la creación en general.
Andersen nunca fue el actor que soñaba ser. Pero la literatura ganó un gran autor de decenas de cuentos, poemas, teatro, alguna novela y varios libros de viajes, ya que fue un viajero infatigable, porque como él decía: “viajar es vivir”.
Además logró el éxito en vida, alcanzando fortuna y prestigio. Y también paliando su eterno complejo de bicho raro, volcado en relatos como El patito feo o El soldadito de plomo. De hecho, recibió honores por parte de la realeza danesa y todavía se ven algunas de sus casas, incluida la que habitó en el rincón más bello de Copenhague: el Nyhavn o Puerto Nuevo.
Por eso no extraña que la ciudad le levantara un monumento en la Radhuspladsen. La gran figura de un tipo afable, elegantemente vestido y armado con uno de sus libros. Dirigiendo su mirada orgullosa mirando hacia el otro lado de la calle. Hacia el Tivoli, uno de los parques de atracciones más antiguos del mundo. Un sitio inaugurado en 1843 y que Andersen disfrutó en vida. E incluso allí se inspiró para alguno de sus cuentos como El ruiseñor, cuya trama ambientada en el Lejano Oriente le vino a la mente en los jardines del Tivoli.
De hecho, la magia y fantasía de los relatos de este escritor se puede percibir en muchos rincones de la ciudad donde vivió gran parte de su vida, pero si hay un lugar que sin duda ha heredado esa atmósfera de cuento es el Tivoli, un parque de atracciones en el centro de la capital, cuya visita para niños y adultos es tan inexcusable como la lectura de los cuentos de Andersen.