El guía que huyó del turismo de masas
Grandes viajeros
El escritor catalán J.M. Romero es testigo de la pérdida de identidad de la etnia akha en Tailandia
El escritor, trotamundos y filólogo catalán J.M. Romero parece un viajero de otra época. A los 19 años, en 1976, recorrió Afganistán y la India, donde se quedó a vivir seis meses. Una parte de él aún sigue allí y le recuerda a diario que el camino es su única patria. De regreso a su ciudad natal, Barcelona, se ganó la vida trabajando como guía turístico.
Un día decidió huir del turismo de masas y se propuso que a partir de entonces se dedicaría a escribir y viajar, pero a viajar al margen de circuitos y modas. Entre una aldea y un hotel de lujo, él siempre elegirá la aldea. Es autor de más de una decena de libros, en castellano y catalán. Ensayos, guías, dietarios, novelas... Su última obra es Cròniques Orientals (Comanegra).
El libro refleja algunas de las anécdotas e historias que ha vivido durante los últimos 40 años de su vida, recorriendo Asia desde Irán hasta Japón. Ahora se ha instalado en Tailandia, su verdadera casa, donde pasa once meses al año. En este país, muy a su pesar, se ha convertido en testigo y notario de la paulatina desaparición de un grupo étnico.
Uno de sus últimos trabajos, en colaboración con el cineasta Jacobo Sucari, refleja su fascinación por los pueblos de Tailandia, en especial los akha. Esta comunidad de montañeses vivía hasta hace muy poco de forma muy simple, en contacto directo y armonía con la naturaleza. Pero la globalización ha llegado hasta el último rincón del país. El documental que ha correalizado, Akha en la frontera , explica esa progresiva pérdida de identidad cultural.
Lo peor de todo es que los akha no tienen relevo. El pueblo está condenado. No sólo por el arrinconamiento a que están sometidos o por la desaparición de su hábitat natural, sino sobre todo porque los jóvenes no quieren saber nada de la forma de vida de sus padres y abuelos. No ocurre sólo en Tailandia. El mundo que este escritor y viajero conoció y recorrió tan a fondo está desapareciendo. Hoy, critica, “puedes irte a la otra punta del planeta y tomarte el mismo helado que te tomarías en la esquina de tu casa”.
Los miembros de esta etnia viven en localidades de montaña de las provincias del norte de Tailandia. Son unas 20.000 personas. También hay comunidades en China, Laos y Birmania, donde en total son unos 500.000. Practican un tipo de agricultura de subsistencia en tierras marginales y muy abruptas. La vida les resulta muy difícil y han recurrido a la artesanía para complementar sus ingresos. En las aldeas elementos como las sillas de plástico o las camisetas de equipos de fútbol ilustran la difícil coexistencia entre tradición y modernidad.
J.M. Romero conoce Asia desde hace 42 años, pero hay pocos rincones del mundo que no haya visitado. Cuando era joven no dudó en irse a fregar platos a Cardiff para aprender inglés o en enrolarse como cocinero en un velero para conocer la Antártida, el continente blanco. De aquella experiencia nació El jardín de hielo (Juventud, 2000). Luego llegó la novela Mort al Sahel (Acteón, 2006), su única incursión en la ficción por ahora.
Si fuera tan buen fotógrafo como narrador, sería perfecto. Apenas tiene instantáneas de sus viajes y él mismo reconoce que las que tiene no son muy buenas. No le gusta hacer fotografías porque no quiere que lo confundan con uno esos de turistas que ven el mundo por el visor de su cámara. Además, a él le interesan más las personas que los paisajes, y enfocar y fotografiar a personas le hace sentirse violento, como si estuviera invadiendo su intimidad.
Pero si uno de sus libros refleja su personalidad ese es su octavo título, Siempre el oeste (que Altaïr editó en castellano y Brau Editors, en catalán). Se trata de “un viaje íntimo de 14 meses” que se gestó a finales del 2001, cuando decidió dar la vuelta al mundo, sin prisas y sin mapas. Sólo se puso dos condiciones: dirigirse siempre hacia el oeste y sentir cada kilómetro que arañaba al planeta, ligero de equipaje y de obligaciones.
Todo comenzó en el puerto de Barcelona. Su hermano Quim lo llevó en el Ford Fiesta rojo de la familia y lo retrató en un muelle de carga, ante el carguero alemán Dollart Trader, con el que comenzó el viaje. Cruzó océanos en mercantes, navegó en barcos, en naves de pequeño calado, en autocares y en trenes. Huyó del turismo de masas y de los aviones, “que arruinan la sensación de la distancia”. Eso le permitió descubrir que “el viento es un dios con cuerpo que acaricia las cosas muertas y les da vida”. Se enfrentó a un “mundo cálido y, en ocasiones, extraño”.
Conoció a un sinfín de personas. Mendigos, hippies, conductores, camareros, limpiabotas, ladrones y potentados. Agradeció la amistad de personas tan humildes como hospitalarias y le sorprendieron seres irrepetibles, como Bert Crammer, un peculiar buscador de meteoritos en Australia, o Paul Stanford, que se jugaba la vida desactivando minas en Laos.
Ellos fueron las verdaderas estaciones del viaje, no los países recorridos, de los que no llevó la cuenta porque “los mapas no reflejan los sentimientos”. En todas partes, explica, “hay muchas obras de arte que admirar, muchas ruinas sobre las que filosofar, muchas instalaciones eléctricas que reparar y, sobre todo, muchos seres humanos con los que intercambiar conocimientos y puntos de vista”.
Se sintió como “un general batiéndose en retirada” cuando llegó a lugares que parecían un calco de Benidorm, pero también se extasió ante “shangri-las ocultos o finisterres llenos de sueños”. Recorrió edenes, desiertos, selvas y megalópolis. Cuando regresó a Barcelona, 437 días y 77.247 kilómetros después, bajó por la Rambla hasta llegar de nuevo al puerto, donde todo comenzó.
Tenía 45 años. Había dejado atrás enfermedades y penurias. Le atracaron y le engañaron. Sintió la plenitud y la soledad. Hubo días en que fue muy feliz y otros en que le invadió la melancolía. Pero allí, en el muelle, lo primero que pensó fue: “¿Y si volviera a comenzar? ¿Y si volviera a dar la vuelta al mundo, huyendo del turismo de masas, en un viaje reposado, pero ahora siempre hacia el este?”.
La pregunta sigue de momento sin respuesta. J.M Romero no ha emprendido esa vuelta al mundo en sentido inverso. Aunque no ha dejado de viajar, su vida es un poco menos itinerante. Vivió una temporada larga en China. Fruto de su pasión por la cultura oriental nacieron dos de sus obras más personales: Tao: las enseñanzas del sabio oculto y El Tao de la energía, ambas publicadas por la editorial Kairós.
No es casual que le interesen tanto las enseñanzas del taoísmo, si se tiene en cuenta que Tao se puede traducir precisamente como el camino. Otra de las pasiones de este caminante es el qigong, del que muestra algunos movimientos en su canal de Youtube. Esta técnica milenaria, relacionada con el taichi, es la “perfecta expresión de la filosofía taoísta, siempre práctica, y de la medicina tradicional china, en permanente búsqueda del equilibrio”.
Una de sus escritoras favoritas es Alexandra David-Néel, que decía que el viaje más importante comienza con un simple paso. Desde hace siete años, J.M. Romero vive en Chiang Mai, la segunda ciudad más importante de Tailandia. A tan sólo tres horas de su casa está su segundo hogar, la montaña de los akha. De los últimos akha se podría decir. Allí, entre ellos, aplicará la máxima de otro de sus más admirados autores de literatura de viajes, Paul Theroux, que dice que la principal tarea de un escritor es observar.
No pide más. Viajar, observar, escribir.
En todas partes hay muchas obras de arte que admirar, muchas ruinas sobre las que filosofar y, sobre todo, muchos seres humanos con los que hablar”
Este artículo forma parte de una serie de reportajes sobre mujeres y hombres de todo el mundo, célebres por sus experiencias viajeras.