El bibliófilo que quemó dos millones de libros
Grandes viajeros
Una novela de amor permite al italiano Paolo Rumiz recordar el infierno de la guerra de los Balcanes y la destrucción de la biblioteca de Sarajevo
Paolo Rumiz (Trieste, 1947) ha narrado como pocos los desastres de la guerra. Es un brillante periodista y reportero, además de uno de los grandes nombres propios de la literatura de viajes, y no sólo en su país, Italia. Suyos son estos versos, que justifican de sobras su presencia aquí, en este rincón dedicado a los viajes de la web de La Vanguardia: “La narración es hija del camino, / y no es con las manos y la pluma, / sino con los pies con los que se escribe”.
Viajero y caminante irredento, Paolo Rumiz cubrió para los diarios La Repubblica e Il Piccolo el desmoronamiento de la ex-Yugoslavia. Presenció las barbaridades de la guerra de los Balcanes, incluida la destrucción de la biblioteca de Sarajevo. Un detalle de este desastre revela hasta dónde puede llegar la sinrazón: aquella vesania fue obra de un bibliófilo, como luego se verá.
El periodista regresó de los Balcanes “horrorizado y con la sensación de que las crónicas y reportajes no reflejaban todo su dolor y sufrimiento”, como explica su traductora española, Álida Ares. Sólo tenía una forma de saldar su deuda. Ya había publicado numerosos libros de viajes, un volumen sobre la Primera Guerra Mundial y ensayos históricos y culturales, pero nunca había dado el salto a la ficción. El membrillo de Estambul es su primera y sorprendente novela.
La obra está escrita en endecasílabos sin rima, como una balada. “Una historia larga en cortas líneas”, dice el autor. Cortas líneas, no. Martillazos. ¿Un ejemplo? Los versos que claman “contra aquel fuego vil de los fanáticos / que destruyeron la gran Biblioteca / con la furia tremenda de las granadas”. La Vijećnica, la Biblioteca Nacional de Sarajevo, fue reducida a cenizas entre el 25 y el 28 de agosto de 1992. Pronto se cumplirán 27 años. La salvajada deparó fotos tan icónicas como la del chelista Vedran Smailović interpretando el Adagio de Albinoni entre las ruinas.
Sarajevo, dice el narrador, “era tan sólo una mujer inerme / entre unos machos sedientos de estupro”. Fue también el epicentro “de la disolución de Yugoslavia”, mientras Bosnia, tan preciosa “como una gota de agua en una mano, / resbalaba veloz hacia el desastre / igual que un río que rompe el dique”. La artillería serbia que cercaba la capital desencadenó un Armagedón contra la Vijećnica. Ardieron dos millones de volúmenes, entre ellos 700 manuscritos incunables y más de 155.000 rarezas bibliográficas.
“Sin bibliotecas, ¿qué tenemos? Ni pasado ni futuro”, afirma Ray Bradbury, el autor de Fahrenheit 451 . Quizá eso es lo que querían los sitiadores: borrar todo vestigio de la Bosnia musulmana, reducirla a la nada. O simplemente gritar: “¡Muera la inteligencia!”, como dicen que gritó aquel espadón franquista, el tuerto Millán-Astray. Lo más curioso de todo es que el ataque lo ordenó un bibliófilo, profesor de Literatura de la Universidad de Sarajevo y gran experto en Shakespeare: el ultranacionalista serbio Nikola Koljević.
Nikola Koljević se suicidó, alcoholizado, en 1997. Durante algunos años fue la mano derecha de Radovan Karadžić, el presidente que quiso levantar una Gran Serbia a sangre y fuego, y que hoy cumple cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad. No está nada mal: un bibliófilo que destruyó dos millones de libros y un psicópata genocida que ejercía como psiquiatra (ese era el oficio de Karadžić). Personas así soñaron la pesadilla del monte Igman, que albergó los Juegos Olímpicos de invierno de 1984 y que apenas unos años después era una inmensa fosa común.
Este es parte del escenario y del trasfondo histórico de El membrillo de Estambul. La obra se publicó en Italia en el 2010 y el sello Sexto Piso, con sedes en Madrid y Ciudad de México, acaba de editarla ahora en una versión bilingüe en italiano y español. Decir que una editorial la ha publicado es una verdad a medias. Se ha publicado también gracias al tesón y a la pasión de la doctora Álida Ares, premiada traductora y reconocida filóloga y lingüista.
Álida Ares, que dio clases de castellano en la Universidad de Belgrado y que ahora lo hace en la de Trento, ya había traducido a autores como Mauro Corona (Fantasmas de piedra) o Luciano Canfora (Julio César: un dictador democrático). Se enamoró de la novela en cuanto la leyó y decidió traducirla, antes incluso de saber si se editaría o no. Paolo Rumiz le está “doblemente agradecido” porque “traducir una obra en verso manteniendo el ritmo no sólo es un trabajo muy fatigoso, sino un acto de amor”. Nunca resultó más falso el tópico de traduttore, traditore.
Un lector parcialmente informado podría creer que el interés de la traductora nació por su vínculo sentimental con los Balcanes. Vivió en Belgrado entre 1983 y 1986, y vio como prendía la mecha del polvorín, lenta pero inexorable: la debacle de la economía tras la muerte del mariscal Tito, el naufragio de la República Federal Socialista de Yugoslavia, la inflación hiperbólica, las leyes que quedaban en papel mojado, la tensión entre vecinos hasta entonces bien avenidos…
Cuando el lector acaba el libro, sin embargo, llega a la conclusión de que lo que realmente subyugó a Álida Ares es lo mismo que le ha subyugado a él: la trágica pasión entre el austriaco Max Altenberg y la bosníaca Masha Dizdareić. La acción comienza años después de que acabaran las matanzas, pero la guerra es otro de los protagonistas del relato, que tiene la fuerza de las historias que se cuentan frente a una chimenea en una fría noche de invierno.
Paolo Rumiz ha cubierto otros conflictos bélicos, como el de Afganistán. Pero, antes que escritor, periodista, cronista o reportero de guerra, es un viajero. Un viajero que escribe. Ha ido en bicicleta de Trieste a Viena. En tren de Trieste a Kiev. Ha recorrido el Danubio en barco y ha hecho 7.000 kilómetros en autostop. Ha seguido los pasos del cartaginés Aníbal en su guerra contra Roma. Ha cruzado seis países a pie, desde Rijeka (Croacia) hasta la región italiana de Liguria... Y cuanto más viaja, más ama caminar.
El membrillo de Estambul, título que hace un guiño a una canción con mucho peso en el relato, transcurre en varios países. Sobre todo, en Austria, Bosnia-Herzegovina y Turquía. Es un libro para ser leído y para ser cantado y caminado . Los endecasílabos imprimen a la narración la música y el ritmo de las zancadas del paseante. O de esas narraciones que crecen y cobran vida propia con el tiempo Hay algo de justicia poética en el hecho de que los pasos de una historia de amor se impongan a los horrores de la guerra.
La misma justicia poética que destila la reconstrucción de la biblioteca de Sarajevo. El edificio fue reinaugurado en el 2014, después de 18 años de obras, gracias a las donaciones internacionales (España aportó un millón de euros). En la actualidad funciona como salón de actos municipal y centro de exposiciones. No ha recuperado aún su antigua función, y quizá jamás vuelva a tener un fondo documental tan rico como el que tuvo, pero gracias a viajeros como Paolo Rumiz y Álida Ares siempre sabremos que el amor y los libros llegan más lejos que el odio y las balas.
Sin bibliotecas, ¿qué tenemos? Ni pasado ni futuro”
Este artículo forma parte de una serie de reportajes sobre mujeres y hombres de todo el mundo, célebres por sus experiencias viajeras.