Viaje desde el oasis de Kashgar al techo del mundo
Ruta de la seda
La China más remota está en las tierras altas del desierto de Taklamakan camino del Pamir
Kashgar es un oasis en el desierto de Taklamakan, un lugar remoto, de los más remotos de la tierra. La ciudad tiene 2.000 años y fue un importante centro comercial durante siglos, cuando las caravanas unían China con Europa a través de Asia Central. Aquí coinciden las rutas del sur y del norte.
Sobre el papel esto bastaría para atraer a muchos viajeros. Sin embargo, el que vaya tan lejos para ver solo Kashgar puede quedar decepcionado. De la ciudad vieja apenas quedan las fachadas. La trama antigua ha sido barrida en muchos barrios porque las autoridades prefieren concentrar a la población en bloques de apartamentos, grandes torres alineadas en amplias avenidas muy impersonales.
La ciudad tiene agua pero es necesaria mucha imaginación para retroceder 700 años a la época de Marco Polo. El imperio chino controlaba entonces desde Kashgar amplios territorios en Asia Central y el norte de Pakistán pero esta grandeza también ha desaparecido.
Aquí no hay mucha belleza y hacer fotos tampoco es fácil. La policía sólo permite fotografiar los lugares de interés turístico. Imágenes de la vida cotidiana, de las calles, las escuelas y los parques, por ejemplo, hay que hacerlas a escondidas, como hemos hecho casi todas las que ilustran este reportaje. La vigilancia sobre la población y sobre los turistas, además, es muy intensa. Las cámaras barren el espacio público y están dotadas con sistemas de reconocimiento facial. A varios turistas, además, y sin que ellos lo sepan, se les infecta el móvil con una aplicación que pasa información a la policía sobre sus contactos y archivos.
Para los viajeros que buscan mucho más que fotos, Kashgar, sin embargo, es un lugar muy interesante. Es una ciudad musulmana, habitada mayoritariamente por los uigures y otros pueblos de centroasiáticos. No hay ningún comercio occidental, ni tiendas, ni restaurantes, una falta de referencias que puede ser difícil para la mayoría de visitantes pero que es reconfortante para los que busquen cosas nuevas, aunque sean prefabricadas.
Lo de prefabricado va por la arquitectura de la ciudad vieja y las tiendas de artesanía, por el folclore y las ceremonias religiosas. Todo está controlado por el gobierno. Todo requiere su aprobación previa. Las mezquitas están vacías salvo cuando el jefe local del Partido Comunista ordena que se llenen. La de Id Kah, la más importante de China, funciona como un museo.
Los actos sociales se concentran por la noche en los restaurantes de la ciudad vieja. Muchos tienes amplias terrazas y cenar al aire libre es ahora, en verano, muy agradable. La temperatura puede alcanzar los 40 grados durante el día pero por la noche refresca. Los restaurantes sirven alcohol y hay varios clubs donde tomar una copa. Fomentar la bebida es una estrategia de las autoridades chinas para diluir la influencia del islam.
También es interesante visitar el gran bazar al aire libre donde puede encontrarse de todo, especialmente los domingos, así como el mercado, también dominical, de animales, donde es posible comprar camellos, yaks, caballos, vacas, cabras y ovejas. Las guías dicen que están entre los más importantes de Asia Central. El tamaño es lo de menos. Lo importante para el viajero es el ambiente, entender que esta actividad comercial tan básica, con productos tan poco sofisticados, es muy parecida a la que se ha venido practicando desde hace dos mil años en este mismo oasis.
Kashgar se puede visitar muy fácilmente en taxi, pero hay que caminar para entenderla bien. Hay que pasear, por ejemplo, por los barrios que se abren al este de la ciudad vieja, donde todavía sobreviven las viejas casas y las calles estrechas, y donde es posible ver, al menos desde fuera, edificios de adobe muy antiguos, como la pequeña y antigua mezquita de Osdaihki.
Frente a la entrada de estas zonas peatonales suele haber una valla, pensada más para contener a la población en caso de protestas que para frenar los paseos de los turistas. Las avenidas están limpias y arboladas. Hay plátanos y chopos con los troncos encalados. Los edificios oficiales están protegidos con alambre de espinos. Hay comisarías por todas partes.
El tráfico es lento para que las cámaras de seguridad puedan controlar a los conductores. Las motos son eléctricas y hay que ir con cuidado porque comparten carril propio que a veces se confunde con la acera.
Lo más bonito de Kashgar está fuera de la ciudad, hacia el Pamir, el techo del mundo, siguiendo los pasos de las antiguas caravanas, a través de un desierto duro, rodeado de montañas nevadas. La ruta es la vieja Karakoram Highway, una carretera ancha y, en este tramo, bien asfaltada, que va ascendiendo poco a poco.
Vale la pena detenerse en el lago Bolunkou. Aguas verdes y azules, dunas altas, de arena muy blanca, peinadas por el viento y que mueren en la orilla. Es un paisaje de una gran profundidad, como todos los que ve el viajero desde aquí hasta el puerto de Khunjerab.
Balunkou está al suroeste de Kashgar, a un par de horas en coche. Un poco más arriba se encuentra el Karakul, igual de recomendable. Los yaks pastan a sus anchas. La vida es dura para los kirguizos y uigures que viven aquí arriba, aunque las yurtas tradicionales hayan sido sustituidas, en gran parte, por bloques prefabricados de hormigón. La temperatura en invierno baja hasta los 30 grados bajo cero. Agua corriente y luz eléctrica son lujos que no están al alcance de todo el mundo.
Es posible dormir en casa de algún pastor pero para encontrar un hotel hay que llegar hasta Tashkurgan, otra ciudad milenaria, junto a las fronteras de Afganistán, Kirguistán, Tadjikistán y Pakistán. Su nombre significa Torre de Piedra y aquí parece ser que Ptolomeo, el sabio de la antigua Grecia, identificó una torre que marcaba el punto medio entre Europa y la China más oriental.
De la ciudad mítica no queda nada. Igual que en Kashgar, el progreso “made in China” ha acabado con la antigüedad. Lo único que resisten son las murallas de una fortaleza militar del siglo XVI, conocida como el Castillo de la Princesa y sobre el que flotan muchas leyendas sobre una joven persa que debía casarse con un monarca chino.
Si el visitante tiene suerte podrá ver, sin embargo, un partido de buzkashi, un deporte bastante rudo y propio de varios pueblos de Asia Central. Se parece al polo porque los jugadores van a caballo pero no tiene nada de aristocrático. En vez de mazas y bolas, se juega con el cuerpo de una cabra decapitada que hay que depositar en una zona de gol. No hay reglas y el terreno de juego no tiene límites. El esfuerzo es enorme, tanto de los jinetes como de los caballos.
Las costumbres parecen más toleradas aquí que en Kashgar. Durante nuestra visita, el bautizo del nieto de un prohombre local reunió en el amplio comedor de un hotel de estilo soviético a decenas de personas. Las mujeres no se mezclaron con los hombres. Se sentaron en mesas separadas y bailaron también separados. Comieron pimientos muy picantes, típicos de la zona, y bebieron un licor local.
Tashkurgan está a 3.090 metros de altitud. El viajero que desee continuar adelante, hacia el paso de Kunjerab, a 4.693 metros, deberá pasar aquí el control de pasaportes y aduanas, y someterse a un riguroso control policial. Los 120 kilómetros hasta el puerto, que marca la frontera con Pakistán, se realizan con escolta militar, a lo largo de una carretera vallada a ambos lados, que avanza por una región desértica. A medida que se gana altura, aparecen las cumbres del Karakoram y el viajero se adentra en el Pamir.
Así, al menos lo han considerado durante siglos tanto los habitantes como los viajeros. Sobre un altiplano que oscila entre los tres mil y los cuatro mil metros de altura se elevan las montañas de las cordilleras Tian Shan, Karakorum, Kunlun e Hindu Kush. Por este territorio compitieron los imperios ruso y británico en el siglo XIX. Las consecuencias de aquel pulso aún se siente en Afganistán, Pakistán y las repúblicas centroasiáticas.