La fascinante araña del desván
“No sin cierto temor acudía a aquella pequeña habitación, que permanecía vacía y a oscuras buena parte del año, para observar a aquella criatura de largas patas”
Mis inicios como observador de la naturaleza se remontan a los años de la infancia en el piso familiar, cuando siguiendo los consejos del gran divulgador ambiental Desmond Morris (no dejen de leer Observe a su gato; el mejor tratado de etología jamás escrito) me dedicaba a rastrear el entorno casero como un explorador en el Serengueti, equipado con una vieja lupa de filatelia y mi cuaderno de campo.
Después de cenar, la principal atracción naturalista me la deparaba la observación de una vieja araña folcus que vivía en el cuarto de mi abuelo, al fondo del piso (araña folcus o pholcus, también conocida como araña de patas largas, Pholcus phalangioides) .
No sin cierto temor acudía a aquella pequeña habitación, que permanecía vacía y a oscuras buena parte del año, para observarla: una criatura de largas patas unidas a un minúsculo abdomen como la cabeza de un alfiler que tenía allí su territorio retejido de trampas.
Colgada boca abajo, sujeta al techo por sus frágiles extremidades del grosor de un cabello humano (ya saben: ocho araña; seis insecto) la folcus patrullaba periódicamente para inspeccionar las telas que tenía situadas en las cuatro esquinas de la habitación sopesando los hilos de seda, como el pescador de caña tienta la línea de nylon.
De tal modo que al detectar la más mínima vibración, la araña recurría a sus desproporcionadas patas para salir disparada como un resorte hacia el preciso lugar de la trampa donde había quedado atrapada una mosca o un mosquito.
Abalanzada sobre su presa, la envolvía en un capullo a manera de sarcófago y la dejaba a buen recaudo, a modo de despensa, para acudir a “bebérsela” cuando tuviera necesidad de alimento. Y digo bebérsela porque tras atraparla, lo que hacen la folcus y buena parte de las arañas, es inyectar un líquido en el capullo que disuelve los órganos de la víctima para, convertida en papilla, absorberla por succión como quien se toma un batido de fresa.
Mirada naturalista
Hay que observar el mundo natural que nos rodea con otros ojos: los de aprender, para admirar y respetar al resto de seres vivos con los que compartimos existencia
Puede sonar a película de terror pero les aseguro que se trata de una escena que se da a diario en los lugares más recónditos de nuestros edificios y viviendas. Tal es el espectáculo que nos brindan las esquinas de los techos de los cobertizos, los rincones de los garajes, los altillos, las bodegas o los cuartos oscuros y poco frecuentados.
Solo hay que recorrerlos con otra mirada, con otros ojos: los de aprender, para admirar y respetar al resto de seres vivos con los que compartimos existencia.
Pececillos de plata, típulas, lagartijas, abejas, salamanquesas, moscas, golondrinas, ratones, gorriones y murciélagos completaban, junto a muchos otros, la larga lista de figurantes de aquella naturaleza doméstica de la que ahora suelo darles cuenta en este rincón del diario, convencido de que son muchos los lectores de La Vanguardia Natural que comparten la irresistible llamada de la naturaleza, a quienes propongo que no dejen de creerse en ella al cerrar la puerta de su casa por dentro.
Es más, recomiendo a quién se sienta amante de todo lo vivo que mantenga unos prismáticos de campo siempre a mano (yo los tengo colgados de la percha en el recibidor de casa) y que se asome más a menudo a la ventana para seguir el pulso de las estaciones.
Cuaderno en mano
No hay mejor forma de sentirse vivo que observar y tomar nota de la naturaleza que nos rodea
Uno de los mayores placeres del amante de la naturaleza es anotar la entrada y salida de figurantes en el teatro de la vida: marchan los vencejos, llegan los petirrojos, asoman las primeras lagartijas, se recogen los murciélagos. Brota el almendro, suelta la hoja el plátano. ¿Acaso hay mejor forma de sentirse vivo?
Pero también me permito recomendarle que se interese por el descubrimiento del entorno inmediato: de esa fauna minúscula que habita los rincones de la escalera o los setos del jardín y a la que otro gran divulgador ambiental británico, el entomólogo Michael Chinery , dedicó algunas de sus mejores obras, como su imprescindible libro El naturalista en el jardín.
Y por supuesto no dejen de elevar la mirada desde la terraza o el balcón para observar el tránsito de la vida en el cielo, donde durante todo el año tiene lugar el incesante desfile de las aves migratorias: ahora cruzan las escuadras de grullas, luego las alineadas cigüeñas, después los vocingleros bandos de abejarucos.
Todo ello sin dejar de lado la fascinante belleza de las nubes… Como dice mi buen amigo Alfred Rodríguez Picó, el más apasionado hombre del tiempo que jamás he conocido: “El cielo nunca defrauda”.
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