Fuerteventura, el laboratorio de desarrollo insostenible
La cumbre del clima
Fuerteventura, la más árida y desértica isla canaria, ha sido el último bastión virgen insular, donde la invasión de hoteles y complejos turísticos ha sido más tardía. En 1992, cuando se firmó la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático, en la cumbre de Río, la isla recibía 1.600.000 pasajeros al año. Sólo el pasado octubre llegaron a Fuerteventura 2.328.000 pasajeros; se multiplicaba por diez el número de aviones y se duplicaba la población residente, hasta 122.000 personas.
Es un crecimiento exponencial, imposible de absorber social y ambientalmente. La isla depende del exterior para todo, desde el agua embotellada hasta la producción industrial de alimentos, que son cultivados a miles de kilómetros y son causantes de gases que agravan el cambio climático. El turismo masivo está ligado al transporte aéreo, responsable del 2,5% del total de CO2 emitido a escala global. Así que los récords de número de turistas con los que presumen los responsables políticos –del partido que sean– o las cámaras de comercio son también el reflejo de un cierto fracaso para las generaciones futuras, abocadas al incremento del nivel del mar, a la desaparición de playas y al continuo deterioro de los ecosistemas y de la biodiversidad.
La corrupción urbanística reinante, contra la que han batallado ecologistas e instituciones como la Fundación César Manrique, ha provocado cambios traumáticos en una sociedad rota, que desconfía de la justicia y de las administraciones. Después de sentencias pírricas contra urbanizaciones y hoteles ilegales (como por ejemplo, Casas de Majanicho; el Resort Origomare, en una zona virgen de Fuerteventura, o los Algarrobicos canarios del sur de Lanzarote) y después de muchas barbaridades, la respuesta de las administraciones ha sido tramitar sus amnistías. Me pregunto dónde está la huella de carbono de la construcción salvaje, de esta industria del cemento que aniquila paisajes y se desarrolla a golpes de una economía turística paralela al crecimiento del PIB, pero con un coste oculto que no se quiere cuantificar: el de la destrucción del verdadero atractivo de las islas, su naturaleza.
Lo más terrible es que, en su mayoría, las construcciones han sido financiadas por esa banca rescatada con dinero público, a costa de la sanidad, la educación y el I+D. ¿Y para qué? Para crear alojamientos de vacaciones que, una vez pasados por el banco malo, han terminado en los fondos buitre. Una historia como las cuentas de colores, espejitos y abalorios que los indígenas intercambiaban por oro con los conquistadores del siglo XVI.