Inspiración literaria en la misteriosa Venecia hibernal

Postal desde Italia

Me faltaba un personaje para una novela. Tenía anotado cómo lo quería, que hubiera superado la mediana edad, con un físico robusto, andares firmes y pose intrigante. Pero lo principal, que se cubriera con una capa. Bueno, y que estuviera en Venecia.

La búsqueda me llevó a alquilar un alojamiento en el barrio de Cannaregio, a diez minutos de la estación de tren de Santa Lucia. Y, durante unos días, me dediqué a pasear sin rumbo por el laberinto de puentes que cose las más de cien islas de la ciudad. En invierno, las calles todavía guardaban retazos de lo que eran antes de la llegada del turismo. Pasajes oscuros, personajes curiosos, soportales entreabiertos… 

La ciudad es generosa y devuelve más de lo que se le pide. Y a menudo con creces, por extravagante que sea lo que se busque

En mi vagar por los barrios de Castello, San Polo, Dorsoduro, me fijé en signos arcanos que quizá el marino Corto Maltés habría podido descifrar. Fui a dar con el único puente sin barandilla, que es como eran antaño todos los puentes. También salí al Campo dei Mori, donde saludé a los tres mercaderes con gruesos turbantes que se instalaron allí mil años atrás. 

Me recalcaron lo de campo, que así se llamaba aquel espacio abierto con un brocal de pozo en el centro, y no plaza, que no hay más plaza que la de San Marcos. Igual sucede con los canales, que son muy pocos. El resto, la mayoría, son rii (ríos), como el cercano rio Madonna dell’Orto, al que se asoma el Palazzo Matelli, con su mercader tirando de un camello en la fachada.

Casas coloridas de Burano en invierno

Casas coloridas de Burano en invierno

Marko Beric

Otro día fui a dar con la imprenta de Aldo Manuzio. Le debía una visita, para agradecerle la invención de la letra cursiva, y la impresión del libro más bello del mundo, y la divulgación de los clásicos griegos, y la divulgación del libro de bolsillo, claro, que me permite leer en el metro y en la cama sin que se resientan mis bíceps.

A lo largo de mi estancia, además, tuve que pagar numerosos tributos más. Así, fui a rendir visita al cuadro de La tempestad de Giorgione en la Academia. También repasé las pinturas que dejó Carpaccio en San Giorgio degli Schiavoni. Saludé al león con caracteres rúnicos inscritos en sus costados, en el acceso al Arsenal, y me tomé un spritz en Castello. Y, ya puestos, me encaramé al campanario de San Giorgio Maggiore para disfrutar de la mejor puesta de sol y hasta me acerqué a Burano para disfrutar de sus casas coloreadas sin complejos… Tantas obligaciones me dictó Venecia que casi me olvidé de lo que había venido a buscar. Pero la ciudad es generosa y devuelve más de lo que se le pide. Y a menudo con creces, por extravagante que sea lo que se busque.

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En mi caso, me lo encontré al asomarme al Gran Canal, en el muelle de Ca’ d’Oro. Acababa de atracar un vaporetto y estaba desembarcando el pasaje. Y se comportó tal como había imaginado. Con un ancho movimiento se arrebujó la capa, se caló el sombrero y se dirigió hacia la Strada Nova con el andar airado del que va a cobrar una herencia largamente esperada. Lo seguí con sigilo hasta que se introdujo bajo unos pórticos. Sus pisadas enérgicas resonaron todavía un rato. Y debo añadir que al poco me crucé con otro personaje con capa. Este era más siniestro que el mío. Lo seguí de reojo, sin acercarme, y repasé el entorno. Intenté distinguir, entre los turistas que nos envolvían, al escritor que lo ha ideado.

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