Año Nuevo en Pekín

Postal desde China 

Año Nuevo en Pekín

La plaza de Tiananmen es inmensa. Y además tiene toda la intención de parecerlo. Hay soldados haciendo guardia. Serán los más aparentes del país. También hay mucha policía. Mientras observo cómo vuelan unas cometas, se me acerca un oficial y me indica que le muestre la bolsa, todo lo que tengo en la bolsa.

He llegado esta mañana a Pekín y llevo todo el día de gestiones. Conseguir billetes de tren durante la semana del Año Nuevo chino es para echarse a reír, para no llorar. Son más de dos mil millones de personas, estudiantes, trabajadores, parientes y nostálgicos, que regresan a casa. Añaden nuevos trenes, los vagones van atiborrados, nos comprimimos ante las taquillas y para acceder a los andenes. Y cada vez que me subo a un transporte tengo la sensación de que molesto, porque me equivoco de dirección, pronuncio mal los nombres, no acierto los destinos. Y ellos sonríen, pero no me entienden.

Son más de dos mil millones de personas, estudiantes, trabajadores, parientes y nostálgicos, que regresan a casa

Y en Tiananmen podría decir que me he tomado un respiro, que he encontrado horizontes más amplios. Pero será por el contraste, por el frío, por la bruma que me enturbia la cabeza o por la escala desmesurada de la plaza, que me incomoda cierta desazón. Mientras, bajo el cielo verdoso de la tarde, los turistas, la mayoría del país, buscan los mejores fondos para retratarse. El más preciado es la puerta de la Paz Celestial (que es lo que significa Tiananmen). Se levanta al norte, con su amplio pabellón de tejado ondulado plantado sobre la maciza muralla roja, en la que cuelga el retrato de Mao. Cinco pasajes atraviesan su base. El del centro estaba reservado al emperador. Por allí se entra en la ciudad imperial y se va a dar con la Ciudad Prohibida, el palacio levantado a imagen del hogar celeste del emperador celestial.

Pero hoy no visitaré la Ciudad Prohibida. Pide más tiempo y más calma. Miro el mapa. Mi hotel queda apenas dos travesías más al norte. Bordeo la Ciudad Prohibida. La muralla roja oculta los mil edificios que protege. Solo despunta algún tejado amarillo. Y camino un buen rato, porque el paño de muralla se extiende casi un kilómetro. La segunda travesía puedo recorrerla por un parque, con un lago que, sin remilgos, bautizaron como Beihai (mar del norte). Lo horadaron durante el mandato del segundo emperador Ming, cuando fijó la capital aquí. No se andaba con chiquitas, y puso a más de un millón de personas a trabajar. La tierra que removieron se amontonó en la colina del Carbón. El feng shui dictaba que había que proteger la Ciudad Prohibida de los vientos del norte, y ahí levantaron ese cerro de cuarenta metros de altura. Que también sirvió de escenario para cerrar la dinastía, porque es donde, tras ver caer todo su imperio, fue a sacarse la vida el último emperador Ming.

La Ciudad Prohibida de Pekín en pleno invierno

La Ciudad Prohibida de Pekín en pleno invierno

Getty Images/iStockphoto

Con los últimos suspiros del sol, el frío se deja de cortesías y ataca a mandíbula batiente. Voy cerrando capas, ajusto mangas, me calo el gorro, me ciño la bufanda. No sé cómo aguantan esos señores que han horadado el hielo que cubre el lago para dejar caer el sedal y esperar que pique algún pez. Más oportunas me parecen las dos muchachas que, con unos patines en los pies, trazan piruetas. No puedo detenerme a admirarlas. Necesito alcanzar algún interior caldeado y recuperar energía, que no será en del hotel, porque su comedor está cerrado.

Corro hasta un restaurante. Hoy, pato laqueado. Además del jugo, de las tortillas o crepes de arroz, la carne y la piel crujiente, me sirven la cabeza del ave y también me dejan sobre la mesa una bolsa con su esqueleto. Salgo repuesto, preparado para afrontar lo que venga de Mongolia, aunque el termómetro indique dieciséis grados bajo cero. Un hombre que se acurruca contra la pared del restaurante acepta la bolsa con la osamenta del pato. Y estallan los petardos que espantarán a los malos espíritus.

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