A muchas actrices de su edad, el éxito de Olivia Colman las reconcilia –de aquella manera, pero algo es algo–, con una carrera que, aun hoy, se hace cuesta arriba a partir de determinada edad. No es bella, no representa ni un segundo menos de los 46 años que atesora, no atiende a las redes sociales, le importa un bledo su aspecto, y no va de ni de diva ni de humilde en plan postureo. En opinión de muchos que con ella han trabajado llega preparada, se echa sus risas, hace lo suyo y tan pancha se vuelve a su casa a ver si su marido escritor, Ed Sinclair, compañero hace dos décadas, o alguno de sus tres hijos, la han liado parda. Tampoco es una hierática rosa inglesa a la que se le caen los pétalos con una mínima brisa. Cuando recogió el Oscar por interpretar a Ana de Gran Bretaña en La favorita –se pregunta constantemente por qué tanta gente se la imagina como una reina–, le soltó a ese auditorio tan, a menudo, como pintado del color de la pared: “Cuando limpiaba casas, soñaba con este momento imposible”. Que, al parecer, no lo era tanto. A Meryl Streep, que interpretó a su madre, la Thatcher, en La dama de hierro, se le enrojecieron las manos de aplaudirla.
Desde los 16 pisando las tablas, –“no fui muy buena en nada hasta que llegué allí”–, fogueada hasta lo indecible en esos seriales británicos que son como el maná de los exquisitos –ganó uno de sus tres premios Bafta por interpretar a la determinada policía de la estupenda Broadchurch–, tenía “tantas ganas de cine” que hasta hizo de peluquera de Michelle Pfeiffer en El novio de mi madre (¿quién se acuerda de esta película?) cuando no podía ni imaginar que compartiría un glorioso mano a mano con aroma de Oscar con Anthony Hopkins, en El padre, representando el papel de tantas cuidadoras anónimas de ancianos necesitados, a las que tan pocos reconocen su sacrificio. Llegará a las carteleras, si todo sale bien, el próximo enero.
Entre tanto, esta dama de izquierdas a la que la Casa Real ha otorgado un título honorífico, aunque nunca echó mucha cuenta de las idas y venidas de la monarquía –“la primera vez que nos invitaron a palacio me llevé un trozo de papel higiénico como recuerdo”, comenta como anécdota–, ha encontrado un respeto inesperado por Isabel II, a la que, de nuevo le corresponde representar en la actual temporada de The Crown, a punto de estreno en Netflix, “porque necesito enamorarme de mis personajes y además porque es la historia de una mujer que convirtió algo que seguramente no quería hacer en el motor de su vida”. Una reina madura, ahora pendiente de sus hijos, por imperativo real y personal, que ve como el matrimonio de Carlos y Diana amenaza la estabilidad de la monarquía, a la vez que le obliga a preguntarse si ha sido la madre que hubiera debido ser. “Me tranquiliza pensar que ella no ve la serie ni la verá”, explica a menudo. Cualquier mantra debe servir para espantar estrés y nervios. Pero eso de que no la ve…
¿Es una reina, en concreto ésta, tan diferente de una mujer normal?
Sí, rotundamente sí. Su óptica es completamente distinta, aunque, en ocasiones, se pregunte las mismas cosas que cualquier otra mujer de su tiempo. Ahora que ha asentado su matrimonio, su atención se concentra en las fisuras que aparecen en las relaciones con sus hijos, ya adultos. Y éstas son muy difíciles, lo que la lleva a dudar de su capacidad como madre cuando eran más jóvenes. Cuando los estaba criando y educando. Se pregunta si lo hizo bien. Eso le puede ocurrir a cualquiera, aunque es cierto que las relaciones padres/hijos en la actualidad poco tienen que ver con las de hace 35 o 40 años.
La reina y Thatcher no conectaron. Es muy curioso. No surgió esa amistad que debería haber nacido y que habría sido muy beneficiosa para el mundo”
¿Cree que, como le ocurre a su personaje, en determinado momento –al llegar a determinada edad– se le puede instalar el miedo a no entender el mundo moderno?
A veces ocurre, desde luego. Ella, por supuesto, sigue lidiando con los cambios que se producen fuera del microcosmos de su mundo. Tiene una preocupación constante sobre eso. Sobre si la Familia Real está anquilosada y fuera de la realidad. Es una mujer inteligente, no lo olvidemos.
En aquellos días, por primera vez, dos mujeres se colocaron al frente de una potencia mundial, ella y Margaret Thatcher…
Y no conectaron. Es muy curioso. A priori, se diría que deberían haberse llevado bien. Isabel y Margaret tenían la misma edad, el mismo empuje, idéntica devoción por el legado de sus padres. Incluso compartían la misma ética de trabajo. Ella busca entenderse con esa otra poderosa mujer pero no surge esa amistad que debería haber nacido y que seguramente hubiera sido muy beneficiosa para el mundo en muchos sentidos. Pero no fue así. Probablemente fue una oportunidad malgastada.
Sus conversaciones son siempre espinosas…
Y muy densas dentro de esa frialdad que acompaña aparentemente a las audiencias reales. Es bueno que se sepa que, cuando se rueda en una localización, por ejemplo en la sala de audiencias, se hacen todas las escenas que trascurren allí juntas. Una tras otra, con los cambios de momento emotivo que cada personaje ha de mostrar en cada circunstancia. Fue increíble trabajar con Gillian Anderson (Expediente X), que interpreta a Thatcher. De vez en cuando me daban verdaderos escalofríos porque era idéntica a cómo los británicos recordamos a la primera ministra. El acento, el aspecto, la posición de la cabeza… Y, sin embargo, en cuanto cortábamos, después de habernos dicho unas cuantas barbaridades la una a la otra, era capaz de reírse y de hacer bromas rápidamente, lo que era muy de agradecer.
Asistimos al nacimiento de un auténtico icono para una generación, la de los 80/90 que ha perdido a muchos de ellos. ¿Se muestra ese halo de leyenda que acompañó a la Princesa Diana, en sus primeros días?
La Reina es muy consciente de lo joven e inexperta que es Diana. No se parece a nadie con quien se haya relacionado hasta entonces. Hay cierta forma de hacer las cosas, hay que agachar la cabeza, plegarse a lo que espera de uno, no quejarse, alcanzar acuerdos. Diana no se rige por las mismas normas. La rebeldía de su tiempo está ahí, aunque sea por despecho, y como siempre ocurre, porque para eso está, complica mucho las cosas. Aunque, al final, haya que reconocer que ahí, en esa disconformidad con lo establecido, se esconde el motor del cambio.
¿Recuerda aquel día de la boda más vista en la historia de la humanidad?
Por supuesto. Toda mi familia nos plantamos en casa de unos amigos porque tenían una tele mejor. Yo quería llevar algo rojo, algo blanco y algo azul, así que recuerdo que me pasé casi todo el día con una camiseta blanca, pantalones azules y calcetines rojos. Cosas de la juventud. Nadie puede negar que no fuera un momento muy muy especial para nosotros y para el mundo. Los cuentos de hadas…
¿No le fascina que, contra viento y marea, esa institución perdure en un mundo que, en ocasiones, pone en duda su valía?
Es verdad que la reina se mantiene a pesar de todo. De aciertos y de errores, algunos garrafales. Creo que tiene que ver con el compromiso personal. Ella juró entregarse a su cometido y se lo toma muy en serio y los británicos lo perciben así. Busca la perfección en lo que hace. Como muchas personas. Y es una señora que parece que no, pero se hace muchas preguntas. Se toma las cosas muy en serio, y su compromiso es la clave de su resistencia, porque, por imposible que sea, no quiere defraudar a nadie. Pero cuidado, el territorio de esta reina es la ficción. Dejemos a la real en su palacio.
El maquillaje es importante porque verte como tal ayuda mucho a sentirte como tal. Se me ven algunas canas y supongo que mi envejecimiento natural habrá ayudado”
¿Cómo lleva ese momento de “entra Olivia Colman a maquillaje y sastrería y sale una reina”?
Es muy importante porque verte como tal ayuda mucho a sentirte como tal. Mi maquilladora, Sue David, es lo mejor del día. Trabaja rapidísimo. Me prepara la peluca, me maquilla, se toma un té, y me tiene ya lista y riéndome de sus ocurrencias antes de que nadie haya dado ni los buenos días. Esta temporada ya se me ven algunas canas y las pestañas no son tan generosas. Supongo que mi envejecimiento natural debe de haber ayudado, claro. El equipo de vestuario también es brillante. Tengamos en cuenta que es un personaje global con un modo de vestir muy característico. Me impresiona cómo son capaces de recrear una prenda emblemática con telas más baratas resaltando el detalle. Personalmente, siempre he creído que gastar dinero a espuertas es muy fácil. Lo difícil es que parezca lo mismo con menos presupuesto. Y me lo ajustan muy bien a mi tipo que no tiene que ver con el de la Reina que tenía cinturita de avispa.
Usted tiene otro estilo…
Pues sí. Esto a mí me lía. Igual no debería decirlo, pero me encantó toda la parte de Escocia. Me gustó llevar ese viejo y apestoso impermeable Barbour porque era comodísimo, con un jersey que da igual, zapatos planos y calcetines de lana. O sea, totalmente mi estilo. Fui muy feliz allí.
¿Le da tiempo a curiosear por los lugares en los que rueda?
Es uno de los grandes privilegios de este trabajo. Y lo más curioso es que las personas que habitualmente se encargan de estos lugares marcaron la diferencia en cuanto al ambiente del lugar y lo bien acogidos que nos sentimos, lo que no es fácil cuando se plantan en tu casa 200 personas con camiones, luces, atrezo, vestuario, flores, etc. Y, cuando no me necesitaban, a mí o a cualquier otro miembro del equipo, siempre había alguien cerca, como el archivero que nos enseñaba la zona, y veíamos cuadros extraordinarios. Esa es una de mis cosas favoritas del trabajo, poder visitar esos sitios y jardines tan bonitos; me encanta disfrutar así de un poco de historia.
¿Así es más fácil entender algunas conceptos que se perciben ya como de dominio público?
Sin duda. En escenarios similares, puedes entender cómo Balmoral se ha convertido en ese lugar en el que esta familia tan particular puede evadirse de verdad, disfrutar de la naturaleza y hacer lo que más les gusta, con sus perros y sus Land Rovers. ¿Y quien iba a decir que llevar un pañuelo de seda en la cabeza basta para tener las orejas bien calentitas? El sitio en el que ruedas tiene mucho que ver con la energía vital que manejas. Fue muy agradable trabajar en exteriores junto a esos lagos y esos cerros. Generalmente, a eso de las tres de la tarde ya estoy que me caigo, pero allí nunca tuve esa sensación.
Y la Reina se va de su vida. ¿Le cuesta despedirse?
Lógicamente, como actriz, tengo ganas de interpretar otros personajes, y están llegando y son maravillosos, pero he disfrutado un montón con este trabajo y echaré muchísimo de menos estar con todos en el set y las risas que nos hemos hecho. Lo hemos pasado genial y mira que en esa serie escasean las sonrisas. Ha sido una experiencia única que siempre me acompañará y que será difícil de superar.