El hombre que rompe cadenas con la mirada
sociedad
José Carlos Carballo Clavero padece el infrecuente síndrome de cautiverio. No puede hablar ni moverse, pero sí comunicarse. Ha escrito dos libros y sonríe al recordar que en 1999 le dieron dos meses de vida. Sus ojos son su voz. Y su única gran dependencia, el amor.
Existe un hombre capaz de romper cadenas y derribar muros con su mirada. Se llama José Carlos Carballo Clavero. En 1999 estaba feliz y enamorado, lleno de proyectos. Tenía 33 años y se acababa de casar con María Purificación Rodríguez, cinco años más joven. En Valladolid, su ciudad, todos los conocen como Charlie y Puri.
A las 7.45 horas del 12 de julio de aquel año, dos meses y medio después de la boda, estaba solo en casa porque su mujer entraba a trabajar más temprano. En la tele daban los Sanfermines y le dolía mucho la cabeza. Telefoneó a la empresa constructora de la que era contable, Solís & Cía., para decir que llegaría un poco más tarde. Se puso un albornoz para darse una ducha y de pronto el mundo se hundió bajo sus pies.
El lado izquierdo de su cuerpo se había paralizado. Aunque no lo sabía, era un accidente cerebrovascular. Trató de gritar sin éxito. Se arrastró como pudo hasta la puerta. Los arañazos que aún hoy se ven en el marco dan fe de lo que le costó abrirla. Cuando los vecinos lo vieron, llamaron a una ambulancia.
Pasaría en el hospital Universitario Río Hortega los siguientes nueve meses de su vida. De su nueva vida, porque tuvo que decir adiós a la de antes. En la unidad de cuidados intensivos sufrió una recaída que le paralizó la otra mitad del cuerpo y le provocó una postración con un nombre tan terrible como explícito: síndrome de cautiverio. Cautivo de sus pensamientos, preso de su cuerpo. Consciente y con las capacidades mentales e intelectuales intactas, pero sin poder hablar ni moverse. Terrible, ¿verdad?
La primera frase subordinada que pudo dictar con sus pestañeos fue: “Esta mañana, cuando los rayos del sol atravesaron mi ventana, he pensado en ti y desde ese momento supe que sería un día feliz”
“Soy el Stephen Hawking español, pero en guapo”, dice en cuanto llega a la cita en un taxi adaptado. La voz sale del sintetizador de un ordenador.
Veinte años después, José Carlos Carballo Clavero sigue siendo un hombre feliz y enamorado, lleno de proyectos. Y muy bromista. “Antes de la entrevista, necesito un cortado en vena”, añade la voz artificial.
Ha escrito dos libros. Publica artículos sobre rugby, su gran pasión, en Sextoanillo.com. Ha volado en parapente y en un avión CN-235 del ejército. Ha sentido las caricias del mar en Almería y del barro en un taller de cerámica. Ha viajado por España y el extranjero. Sale por las noches, va a reuniones de amigos y fiestas familiares. Le encantan los equipos de balonmano de su ciudad, el Aula Cultural femenino y el Atlético Valladolid masculino, sucesor de aquel conjunto que ganó una Recopa de Europa en Alemania en el 2009, con él en las gradas.
Pero, sobre todo, asiste a los partidos en casa y a cuantos desplazamientos puede del VRAC Quesos Entrepinares, uno de los mejores clubs de rugby de la División de Honor. Cada vez que su equipo logra un ensayo, él y Puri se besan. Un excelente fotógrafo, Chuchi Guerra, captó esa escena, que ahora es el fondo de pantalla del ordenador de Charlie.
Su primer libro, que ya va por la tercera edición y del que se han vendido más de 3.000 ejemplares, es El síndrome de cautiverio en zapatillas. Se puede comprar en la web de la oenegé Azacan.org o en Iberlibro.com. Su segunda obra, Verbos, es más difícil de conseguir. Se trata de la continuación literaria de un documental precioso del mismo título, dirigido por Miguel González Molina. Los dos libros están dedicados a Puri. “Por su sonrisa en mi amargura”, dice el primero. “Por su luz en mi oscuridad”, el segundo.
Hemos quedado con ellos en el pasaje Gutiérrez porque queremos repetir la foto que se hicieron aquí cuando se casaron. Ella a un lado de la escultura del dios Mercurio, él al otro.
Nada ha cambiado, salvo la silla de ruedas y... Hay tres clases de síndrome de cautiverio: el clásico, el incompleto y el completo. El primero permite parpadear y poco más; el segundo, el de Charlie, posibilita otras mínimas, pero vitales actividades, como manejar con un dedo una silla de ruedas eléctrica o un ordenador (así, “y con mucha paciencia”, escribió sus libros). El apellido del tercer tipo, el síndrome completo, lo dice todo.
El caso de Charlie es insólito porque también puede alzar un poco los antebrazos y girar ligeramente el cuello. Su rostro es muy expresivo y delata sus emociones. No está nada mal para alguien a quien dieron dos meses de vida en 1999. Puri, que no se separó ni un momento de él durante aquel parto de nueve meses en el hospital, se desesperaba: “Se mueve, él se mueve”. Pero los neurólogos creyeron al principio que eran “espasmos, gestos involuntarios”.
Pasaron tanto tiempo juntos que idearon un sistema para comunicarse. Un parpadeo era sí; dos, no. Los diálogos binarios dieron paso a conversaciones cada vez más complejas. Dividieron el abecedario en cuatro partes. Un pestañeo indicaba la primera fila, dos la segunda y así sucesivamente. Una vez seleccionada la hilera, el número de parpadeos señalaba la posición de la letra en cuestión.
Las primeras palabras fueron sencillas. Pronto llegaron las frases subordinadas. Puri recuerda una: “Esta mañana, cuando los rayos del sol atravesaron mi ventana, he pensado en ti y desde ese momento supe que hoy sería un día feliz”.
Sus obras están a la altura de‘La escafandra y la mariposa’, de Jean-Dominique Bauby, o de ‘Look up for yes’, de Julia Tavalaro, que tanto recuerda al ‘Johnny empuñó su fusil’, de Trumbo
De un lateral de la silla cuelga su abecedario particular en una cartulina blanca plastificada. No la consultan nunca. Están tan habituados y Puri ha desarrollado una habilidad tal para completar las frases que Charlie prefiere este sistema al sintetizador de voz para comunicarse con ella. Cuando salió de cuidados intensivos, lo trasladaron a la planta sexta, donde se hallan neurología y neonatología. Nada resume mejor su nacimiento a una nueva forma de hablar, de sentir, de vivir.
No hay datos oficiales sobre la prevalencia del síndrome de cautiverio en España. Si muchos estudios apuntan a una cifra en torno a los 46 pacientes, puede ser por una simple deducción. Nuestro país tiene 46,7 millones de habitantes y se calcula que este “dramático síndrome” afecta a una persona entre un millón.
El entrecomillado es de Fernando Vidal, que trabajó diez años en el Instituto Max Planck de Historia de la Ciencia de Berlín. Ahora lo hace en la Institución Catalana de Investigación y Estudios Avanzados (Icrea, en sus siglas en catalán), donde ha realizado el informe Hacia una fenomenología del síndrome de cautiverio.
Esta patología, que se puede confundir con un coma, tiene otros nombres, todos aterradores. Síndrome de enclaustramiento, de deseferentación o de desconexión cerebrobulboespinal. También son frecuentes las siglas LIS (del inglés locked-in syndrome, el síndrome de los encerrados). Se trata de una inmovilidad casi total, a raíz de un ictus –uno especialmente grave– que daña los nervios de la parte inferior del cerebro. El resultado es la pérdida del habla, además de la tetraplejia.
Un poema de Pablo Neruda refleja al Charlie de cuidados intensivos: “Soy el desesperado, la palabra sin ecos, / el que lo perdió todo, y el que todo lo tuvo”. Y allí estaba Puri, una joven de 28 años. Otros versos del Nobel de Literatura de 1971 la definen: “Tú eres lo único que tengo / desde que perdí mi tristeza”. Una montaña se le había desmoronado encima y tenía que disimular. El dictamen de los médicos la hundía bajo toneladas de rocas y tierra. Escuchaba y se sacudía la arena. Luego trataba de poner buena cara y regresaba junto a él para seguir leyéndole Memorias de una vaca, de Bernardo Atxaga.
Charlie, que entonces recibía morfina, no recuerda nada de aquellas lecturas. En cambio, no olvida el día en que sus tres cuñadas le corearon una canción de El último de la fila. Él y Puri rememoran ese momento de una forma desternillante:
–Yo pensaba: “Por favor, que se callen. Que se callen ya”.
–Creía que El Último de la Fila te gustaba mucho.
–¡Claro que me gusta! ¡Por eso quería que se callaran!
El síndrome de cautiverio es tan infrecuente como antiguo. Quizá tan antiguo como la propia humanidad. Si cuesta asimilar sus secuelas en pleno siglo XXI, sobrecoge imaginar qué debió de ocurrir en el pasado. Hay ejemplos en la literatura, como Noirtier de Villefort, un personaje de El conde de Montecristo, a quien Alexandre Dumas define como “una mente lúcida en un cuerpo que ya no le obedece”. También es perturbador el caso de la tía de la protagonista que da nombre a la novela Thérèse Raquin, de Émile Zola: no puede denunciar a unos asesinos por su afasia y porque “vive encerrada en su propio cuerpo”.
El síndrome de cautiverio en zapatillas y Verbos están a la altura de otros testimonios desgarradores, como el de Jean-Dominique Bauby (1952-1997). Este periodista francés logró dictar sólo con el parpadeo de su ojo izquierdo La escafandra y la mariposa (Planeta), que el cineasta alemán Julian Schnabel llevó a la gran pantalla en el 2007.
El también francés Philippe Vigand, de 61 años, escribió con la ayuda de su mujer, Stéfane Vigand, Putain de silence (Jodido silencio), con la que inició una brillante carrera: Promenades inmobiles (Paseos inmóviles), Meaulne, mon village (Meaulne, mi municipio) y Légume vert (que juega con la polisemia de verdura y estado vegetativo).
Fue como un parto, no sólo porque pasó nueve meses en el hospital, sino porque acabó junto a neonatología: nada resume mejor su nacimiento a una nueva forma de hablar y de vivir
Pero si un descenso a los infiernos corta la respiración es el de la estadounidense Julia Tavalaro (1935-2003). En 1966, sus músculos y su capacidad de hablar se desconectaron. “Está en coma”, creyeron los médicos. Su pesadilla duró más de seis años en el hospital para enfermos crónicos Goldwater Memorial, de Nueva York. El personal la trató como a un mueble y se refería ella en su presencia con términos muy despectivos.
Un día de 1973 la logopeda Arlene Kraat pasó por su habitación y creyó ver un brillo especial en su mirada que la llevó hasta la cabecera de su cama:
–¿Me escucha, señora? Si puede, mire hacia arriba.
Y ella miró hacia arriba.
La logopeda volvió a la carga para descartar un falso positivo.
–¿Puede cerrar los ojos?
Y ella cerró los ojos.
“Por fin me sentía como un ser humano”, pensó Julia Tavalaro, que años después escribió su biografía en colaboración con el poeta Richard Tayson. Es imposible leer este episodio de Look up for yes (Mire hacia arriba para decir que sí) sin recordar al Joe Bonham de Johnny empuñó su fusil, cuando Dalton Trumbo lo describe transmitiendo con el golpeteo de su nuca en la almohada un mensaje en Morse: “SOS. SOS. SOS”.
“Ya no muevo ni un músculo, me comunico con un dispositivo que a través del iris de mis ojos transforma mis pensamientos en palabras, une las palabras en frases y un altavoz las reproduce”, explica Francisco Luzón. Este exbanquero, presidente de la fundación que lleva su apellido, también padece una enfermedad invalidante que mantiene su capacidad intelectual y sus emociones intactas: la esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Hay 4.000 enfermos como él en España, pero no todos tienen sus holgados recursos económicos.
La ELA es una dolencia neurodegenerativa sin cura por ahora. Estadísticamente la “supervivencia es de tres a cinco años”, según la Fundación Luzón. Su presidente, que aspira a que todos los pacientes que quieran seguir adelante tengan una atención digna, ya ha entrado en el sexto. Incluso Charlie cree que la ELA es peor que el síndrome de cautiverio.
La esclerosis lateral amiotrófica es una prisión progresiva sin fianza. Pero el síndrome de cautiverio es una cadena perpetua de un día para otro. De la libertad al encierro sin transición. ¿Cómo es posible que Charlie lo sobrelleve tan bien? No siempre fue así. En los primeros años estaba muy deprimido y se cansó de pedir el divorcio: “Búscate a otro”. Y su mujer respondía: “¡Búscate tú a otra!”. Al final se rindieron a la evidencia: se necesitan mutuamente. Esta es la única gran dependencia que les ata, el amor.
Ya no viven juntos. Después del hospital, regresaron al nidito que compraron con tanta ilusión. En otra vida dos jóvenes como ellos pasaron muchas tardes viendo como se levantaba aquel bloque. “Allí, en la quinta planta, viviremos nosotros”. La experiencia les demostró que el piso, que Charlie podía ver desde un ventanal del hospital, no reunía las condiciones necesarias para él. Fue lo único en que se mostró inflexible. Quiso ir a una residencia, de la que puede entrar y salir desde que tiene su nueva silla de ruedas eléctrica. “Por favor –ruega a su interlocutor–, insiste en dos cosas. A los enfermos: asesoraos muy bien antes de comprar una silla, la primera que yo tuve era un timo, no aguantaba sentado más de dos horas. A los poderes públicos: señoras y señores, les animo a que se den un paseo por sus ciudades en silla de ruedas. Inténtelo. ¡Las barreras arquitectónicas son una vergüenza!” .
Ella lo va a ver muy a menudo. Pasean, van al cine, cenan. No es una pareja empalagosa. Discuten, como todos los matrimonios. Cualquiera que no los conozca sólo verá a un hombre pestañeando sin parar y a una mujer que rompe el silencio con un enigmático: “¡Oye, a la porra te vas tú!”. Esa es la clave. Lo trata igual que antes. Con amor, sin paternalismos.
Una estrella condujo hasta ellos. El cronista entrevistó hace meses a una leyenda del deporte, Fernando de la Calle, y le pidió una foto. El histórico capitán del VRAC eligió una junto a un amigo en silla de ruedas (está en Google: “Campeón de judo, estrella del rugby”).
–¿Quién es, Fernando?
–Es nuestro aficionado número uno. Si buscas a alguien que represente los valores de superación y lucha de este deporte, deberías conocerlo.
Tenía razón. El autor de estas páginas no es tan presuntuoso para creer que su lectura le pueda cambiar la vida a nadie. Pero es lo suficientemente honrado para admitir que a él, sí. Esta pareja le ha hecho replantearse sus prioridades.