En el Fort Knox del deporte
tecnología
Doce mil empleados, bosque, lago, restaurantes, gimnasios, guarderías, un campo de fútbol con espantapájaros incluido y un laboratorio ultrasecreto. Dos días de exploración al trote y al galope de la mano de científicos, diseñadores y campeonas olímpicas en la siempre inaccesible ciudad-estado de Nike en Beaverton, Oregón .
Desde el downtown, la furgoneta acorazada enfila hacia la autopista 26. Tráfico tortuga. Ojalá los conductores salieran de los coches e hicieran cabriolas sobre las capotas igual que en La La Land. Pero si eso no pasa en Los Ángeles, menos en Portland... En la Chevron, los vehículos repostan (galón de gasolina Premium, 3,50 dólares); al lado, en el Jackson’s, cuando compras tu octavo café tamaño bañera, te regalan otro; y en la competencia, el Safeway, la docena de huevos cuesta 99 centavos. El mundo exterior se despereza al ritmo de la caravana. En el oculto, el que esconde el cuartel general mundial de la multinacional Nike en Beaverton, Oregón, muchos de sus empleados, unas 12.000 personas, ya están despiertos y corren a distintas velocidades.
Esprintan en los gimnasios los atletas amateurs que prueban material nuevo. Vuelan los profesionales que se entrenan en pos de las medallas. Los oficinistas corren caminando o caminan corriendo. Sea en las cafeterías (“sí, para llevar, gracias”), en los pasillos. Los niños, hijos de los trabajadores, se desmelenan en los columpios del patio de la guardería. Al trote y al galope, van camino de una reunión, de los laboratorios con acceso muy restringido, casi prohibido, donde se diseñan lo que luego llevarán millones de personas en todo el planeta. Mocasines se ven pocos y tacones aún menos.
El campus surgió al inicio de los noventa: los últimos edificios inaugurados están dedicados al Coach K de baloncesto y al atleta Sebastian Coe. El próximo, el más grande, se llamará Serena Williams
Durante dos días, Magazine se ha enredado en las costuras del cuartel general de la marca, ciudad-Estado con su barbería y lavandería, museo y auditorio, Salón de la Fama, jardín japonés para relajarse, bosque para perderse y autobuses para desplazarse de finisterre a finisterre. En ambos extremos, por ahora, los árboles se niegan a reverdecer y los setos a florecer. Pero es marzo y no llueve… y eso en Beaverton, donde jarrea durante meses seguidos, equivale a un viernes de fiesta mayor.
El campus bulle casi todo el día. Las correcaminos del equipo profesional Bowerman Babes se lanzan a degüello y pasan por delante de un cartel que reza: “Esta usted entrando en una zona de construcción, modere…”. Pero, fiuuuuu, al ritmo que van es imposible leer la palabra velocidad. El pelotón, después de unos cuantos kilómetros, enfila hacia el último edificio construido en el campus, el Coach K, dedicado a Mike Kryzewsky, entrenador de la selección de EE.UU. de baloncesto (5 oros olímpicos, y dos mundiales) y de Duke, donde ha ganado 5 títulos universitarios.
Los años de esas victorias –1991, 1992, 2001, 2010 y 2015– están grabados en sendos discos de platino colgados en la pared de la cafetería del edificio que se llama Mickie’s, el apodo de Carol, la mujer de Kryzewsky. En la barra atiende Kayla. Oferta del día: matcha latte con miel de colmena bío-eco-sana.
En el piso superior, donde luce una pista de baloncesto digna de la NBA, estiran ahora las velocistas, entre las que destaca Gwen Jorgensen, oro olímpico en triatlón en Río 2016, Karissa Schweizer (seis veces número uno universitaria de medio fondo) o Shelby Hoolihan, quinta en el mundial del 2018 y ocho veces campeona americana. Cuando las profesionales acaban la sesión, un grupo de empleados aprovechan su hora libre para jugar una pachanga de baloncesto. Luego del esfuerzo, agua de arándanos y limón, toallas refrescantes con aroma a eucalipto y a la ducha.
En el complejo, de 144.780 hectáreas, hay 6 restaurantes, 5 cafeterías, 3 gimnasios, 2 guarderías, un campo de fútbol (con zorro-espantapájaros de cartón incluido) dedicado a Ronaldo Nazário O Fenómeno. La pista de atletismo, flanqueada por árboles forrados de líquenes y musgo sedoso, honra las gestas del relámpago Michael Johnson. El Tiger Woods alberga un auditorio. El pabellón John McEnroe pronto será renovado: ahora está en silencio… no como el colérico tenista en sus buenos tiempos. Junto al Coach K se ve a unos trabajadores encaramados a grúas revistiendo la fachada del que será el edificio más grande de todo el campus y que llevará el nombre de la incomparable Serena Williams.
Otro recinto que se inauguró hace poco fue el Parking LA. No tendría más historia si no fuera porque al lado han construido una plaza con una pérgola gigante donde los trabajadores se reúnen y toman el sol. “El viernes se puede acabar la jornada a mediodía y cuando llega el buen tiempo, una vez al mes, se celebra el Thirsty Thurday (Jueves Sediento), donde por la tarde hay música en directo, se come y se bebe”, explica Michaela Mungia-Drake, californiana de raíces vascas.
Ni fotos, ni redes sociales, ni móviles, ni casi visitas: es más fácil entrar en el despacho oval que en el fascinante NSRL, laboratorio donde ven la luz los inventos de la marca
En el también recién estrenado pabellón dedicado al británico Sebastian Coe, oro olímpico en 1.500 en Los Ángeles’84, el restaurante se llama Sheffield. El visitante espera un buen English breakfast o un pastel de riñones humeante, pero en el menú, ay, figuran rollos California, fideos udón, algas y sushi… No todo es perfecto en Nike-landia.
Todos los habitantes del campus pueden ir al Sheffield o al Mickie’s, pero casi nadie tiene acceso al Laboratorio de Investigación y Ciencia de Nike (NSRL), el ko-i-noor de la corona, ubicado en el edificio Mia Hamm, la futbolista diamantina. En la puerta, avisos y normas: “Sacar fotos está prohibido. El uso de redes sociales, prohibido. Los visitantes han de estar acompañados en todo momento. Devuelvan sus acreditaciones a la salida”. Todo el mundo, hasta los empleados de más rango, deja sus dispositivos electrónicos en la recepción. La entrada al laboratorio está presidida por un Restricted Area como una catedral. Es más fácil visitar la Sala Oval de la Casa Blanca.
Tras la puerta de este Fort Knox científico, aparece un espacio que es, a la vez, circo, teatro, clínica y taller. Acelerómetros, sensores de pisada, vídeo de alta sensibilidad que graba 30.000 imágenes por segundo, cámaras térmicas, electromiógrafos para la actividad muscular, medidores de temperatura y humedad de la piel, del consumo de oxígeno en carrera, escáners, impresoras 3-D... El lab huele a goma (el suelo está pavimentado con suelas recicladas), el techo está pintado de negro y con las tuberías al aire. Dos lemas presiden una de las paredes de la nave central. Uno: “No pueden parar lo que no pueden alcanzar”. Dos: “Hay que ganárselo todo, nada se regala”.
En el laboratorio se centran en cómo los productos pueden ayudar al rendimiento del atleta, sea profesional o aficionado, a protegerlo de lesiones y a objetivar sus sensaciones para acercar al corredor a sus objetivos. “Afortunadamente, aquí no nos dedicamos a la estética, de lo contrario no venderíamos nada”, bromea Matt Nurse, jefe del laboratorio donde trabajan 50 investigadores. “La mitad tienen doctorados y la otra mitad, masters, pero también nos interesan los sabios de la calle –aclara–. Para mejorar unas botas de baloncesto, nos puede ir muy bien probarlos con un skater callejero, por cómo cae al suelo, o con un bailarín de hip hop”. Mientras Nurse habla, sus más estrechos colaboradores le escuchan atentos a dos metros de distancia como si fuesen su guardia de corps. ¿Cómo se definen? “Diría que somos portadores de la verdad, científicos, pero también tenemos nuestro punto de creatividad, aspiramos a hacer obras maestras”, espeta sin atisbo de falsa modestia. Nurse lleva 16 años en un laboratorio que ya ha cumplido 40. “Estamos –recalca– en una de las instituciones de investigación deportiva, públicas o privadas, más antiguas del mundo”.
Normalmente el ambiente en el laboratorio es un poco caótico, reconoce Nurse, acompañado de Emily Farina, encargada del departamento de biomecánica, Jason Cowen, del de percepción subjetiva y varios colegas más. El día de la visita de Magazine la atmósfera es más bien zen y muy especial porque hay tres invitados de lujo. Los mediofondistas Henrik, Filip y Jacob Ingebrigtsen llenan de risas las estancias del NSRL mientras se someten a pruebas de todo tipo con el fin de ajustar las zapatillas que calzarán en los próximos Juegos Olímpicos.
Emily Farina and co. se encargan de dirigir las pruebas a los hermanos noruegos, todos ellos campeones de Europa de 1.500 metros. La experta en biomecánica supervisa a Henrik, el mayor, que mete su pie en un dispositivo 3D para que sus ocho cámaras moldeen su morfología. “Así aprendemos más de la forma y podemos adaptar mejor el calzado, concebir cómo pisa, lo alto y lejos que puede saltar...”, cuenta la experta, que también hace trotar al atleta por unas alfombrillas equipadas con sensores que leen datos y más datos.
El Lab NSRL concentra tecnologías –3D, médicas, del cine de animación...– que ayudan a ajustar las zapatillas de atletas campeones del mundo o simples amateurs
Sobre la pista, Filip Ingebrigtsen luce en las piernas unos alvéolos de plástico –antenas en forma de burbuja– que envían señales a una pantalla que dibuja su perfil. “No es mi vestuario habitual”, ríe el atleta. “Es la misma tecnología que se aplica para la animación en la industria del cine”, afirma un técnico. La monitorización no acaba ahí: unas cámaras slow motion (tal vez lo único que vaya lento en este campus) grabarán su carrera. Si la cámara emite una luz verde es que el atleta habrá pasado a la velocidad justa. En el primer intento, semáforo en rojo. ¿Le van a poner multa y retirar puntos?
A su lado, Jakob, el más joven e imponente de los tres, parece un soldado de las tropas de asalto de La Guerra de las Galaxias cubierto con una máscara que mide su consumo de oxígeno a medida que acelera el ritmo.
En la pared opuesta a la de los lemas motivacionales se almacenan zapatillas de todos los números y colores que recuerdan, en otro estilo, los sótanos de las viejas zapaterías de Londres donde se apilan las hormas de clientes de tres siglos distintos. “Tecnológicamente hablando, estamos en un momento muy prometedor –apunta Matt Nurse–, porque está apareciendo avances justo para lo que queremos hacer. Unos años atrás también teníamos instrumentos de medición, pero no era igual. Los más importante es que ahora tenemos la información digitalizada para que la usen las próximas generaciones”.
“Todo ha cambiado –indica la campeona olímpica Gwen Jorgensen– hace diez años no prestaba casi atención; en la actualidad sé muchas cosas, cómo reaccionan los pies, cómo se pueden evitar lesiones. Ahora con 32 años y un hijo, es distinto, soy vieja”, bromea la medallista de oro, cuyo próximo objetivo es competir en la maratón de Tokio 2020.
Además de los hermanos Ingebrigtsen, en esta historia también tienen mucho que decir los Hatfield brothers. “Si ayer habló con Tobey y hoy le toca aguantarme a mí, ya lo siento, ya”, bromea el diseñador Tinker Hatfield, autor de algunas zapatillas legendarias, incluidas las que calza Marty McFly (Michael J. Fox) en Regreso al Futuro y que, décadas después del estreno del film, por fin se han comercializado este año. Tinker, creador de las Air Max o de la mayoría de botas de la línea Air Jordan, es tan influyente que Nike ha bautizado, no un edificio, pero sí unas deportivas con su nombre. Algunas de sus ideas han sido revolucionarias y fuentes bien informadas cuchichean que aún le quedan unas cuantas.
Su hermano Tobey, ingeniero, ex pertiguista profesional, es experto en materiales y creador, entre otras, de las Golden Spikes, las zapatillas de clavos con las que Michael Johnson ganó el oro en los 200 y los 400 en Atlanta’96. “Las concebimos en Taiwán, donde pude organizar lo que aún llamamos La cocina, un laboratorio de muestras. Los materiales de aquellas zapatillas no eran de este mundo y pesaban menos que la gorra que llevo puesta: 110 gramos o 3,88 onzas. Quitamos todo lo que no era necesario o lo que Michael no quería”, rememora, mientras va mostrando la evolución de los materiales. “¿Esto? Es como la caja de un mago”, bromea. Es también una biografía en forma de suelas, hilos, gasas, empeines, cámaras de aire, cordones…
La figura de Bill Bowerman (1911-1999), el histórico cofundandor y vicepresidente de la compañía, aparece en casi todas las conversaciones. En las de los Hatfield (a quienes entrenó), en las de Brett Holts, vicepresidente del área de Running, o en la de la señora Cindy Poor, responsable del museo Prefontaine del campus, donde se exhiben algunos objetos históricos, como la primera gofrera que Bowerman le robó a Barbara, su mujer, y con la que empezó a verter goma líquida para probar suelas. “Es esta de aquí: la primera. La encontraron hace muy poco, cuando uno de sus hijos hizo obras en la casa familiar y la encontró enterrada con otros objetos, tirada a la basura”, ilustra Poor, señalando dos trozos de metal abollados y oxidados dentro de una vitrina.
Hay una foto histórica de Bowerman que trabaja en una suela con mirada y herramientas de artesano. La imagen habla de los modestísimos orígenes de una marca que empezó vendiendo zapatillas en una furgoneta todos los domingos que había pruebas deportivas en Oregón y alrededores. “Ahora tenemos una tecnología que entonces no había, pero intentamos seguir continuar el espíritu artesano de Bowerman –cuenta Holts–. Al equipo de creadores aún se les conoce como los afeitadores de gramos (gramshavers), para quitar todos lo superfluo, siempre estuvimos obsesionados con eso”. Hoy, ya es sabido, las zapatillas se fabrican en distintos países asiáticos, sólo las cámaras de aire se siguen manufacturando en los EE.UU., revela Cindy Poor.
Al final de los dos días de la visita, los olmos siguen pelados y los setos aún no han echado flor. Los trabajadores ya han acabado por hoy en el edificio Serena Williams y las grúas están gachas. Son más de las seis y Bill Marble, veterano electricista del servicio de mantenimiento, empieza su turno. Pasan los miniautobuses eléctricos del servicio interno dejando y recogiendo gente. Marble, que se apellida más o menos como Pablo Mármol –el fiel amigo de Pedro Picapiedra–, camina pausado entre los bustos del largo Salón de la Fama –Billie Jean King, Rosa Mota, Moses Malone...– junto al lago. Se dirige a su taller situado al lado de la pista Michael Johnson, sobre cuyo tartán aún se entrenan algunas atletas del equipo femenino y una madre que toma la curva por la calle tres mientras empuja un carrito. Su bebé aún no sabe caminar y ya tiene una marca respetable en 400 metros lisos. La vida es extraña.
Luego, la pista, adornada con líquenes y musgo seco, la ocuparán los Ingrebrigtsen y sus zancadas kilométricas. La caja mágica de Tobie Hatfield ya está cerrada y Cindy Poor también giró la llave del Museo Prefontaine donde seguirá hecha trizas la gofrera oxidada. En el NSRL, por lo contrario, aún continúan cotejando datos, datos, datos. Hace un rato se acabaron los vasos de plástico en el dispensador de agua de arándanos y limón del gimnasio del edificio Coach K. En el Sheffield siguen sin servir English breakfast... tampoco es hora de desayunar. Y el pabellón John McEnroe permanece en silencio, aunque no se descarta que por alguna ventana entreabierta salga un grito marca de la casa: “¡En serio, en seriooooo, la bola cayó en toda la líneaaaa. Era el juez de silla más gilip*****” del mundoooo!”.
Las fuentes de la entrada, las que marca el límite entre el mundo privado y el público, aún burbujean. De camino al downtown de Portland, no news bad news: otro atasco. Junto a la gasolinera Chevron, un McDonalds, un Taco Bell y un restaurante Chinatown, la peluquería Walkers-corte-de-caballero-15-dólares ya cerró. Hoy no hay servicio en la iglesia greco-ortodoxa de San Juan Bautista. ¿Será posible que con el día tan bueno que ha hecho, con todo el tráfico parado, no salga alguien a bailar en la autopista? Por la noche, los Portland Trail Blazers ganarán a los Dallas Mavericks. Exhibición de Damian Lillard: 33 puntos y 12 asistencias.
Nacimientosy autopsias, éxitosy reveses
Brett Holts, vicepresidente de Running, sitúa en tres años la media en la que una zapatilla aparece en la mente de un creativo y sale a la venta después de pasar por laboratorios, diseñadores, revisiones, y aún así puede haber incidentes. Algunos dan la vuelta al mundo. Además de perder más de mil millones de dólares en bolsa, ¿qué sucedió el día después de que a Zion Williamson, estrella del equipo de Duke le reventara la zapatilla a los 30 segundos de juego. Los interlocutores se ponen serios al oír el apellido. El caso ha sido sonado, pero responden sin titubeos. “Lo que hicimos fue una autopsia. En cada producto que falla –explica Tobey Hatfield– vemos qué ha pasado, si fue un problema de diseño o de manufactura para volver a hacerlo mejor. No es diferente a cómo lo hemos hecho siempre”, concluye. “Esas cosas –añade Holts– pasan más veces de las que nos gustaría a todos, vemos lo que salió mal y volvemos atrás. Lo crucial, como marca, es que el atleta esté bien”. En el Lab de Matt Nurse no se encargaron de la autopsia, aún así Emily Farina recuerda que en el NRSL “hay un equipo que analiza a fondo el producto antes de que salga al mercado, si hay problemas se para, si pasa a posteriori, estamos abiertos a ver qué pasó”. Entre la incubadora y el CSI.