¡Peligro, guerra nuclear!

Postal desde Plokštinė

¡Peligro, guerra nuclear!

"En verano los soldados nos ayudaban en las granjas comunitarias -comenta la señora que atiende en el centro de información del parque nacional de Žemaitija-. Pero no teníamos ni idea de dónde salían ni qué hacían en el ejército".

No, no podían saber dónde estaban destinados aquellos soldados ni cuál su misión. Porque no existían. Nadie nunca oyó el himno de sus unidades. Nunca aparecieron en ningún estadillo público ni desfilaron a la luz del día. Se habían borrado todas sus trazas.

Y su destino se encontraba oculto en el bosque. De siempre había sido un paraje poco concurrido y algo extraño. No había que rascar mucho para destapar rituales paganos con el roble como emblema y el pavor de las máscaras que corrían durante el carnaval remitía a tiempos sin memoria. Pocos se atrevían a adentrarse en la maleza, y estos fueron convenientemente deportados por los militares. 

Y si a pesar de todo algún insensato se hubiese perdido entre los árboles buscando rebozuelos o persiguiendo un urogallo herido, después de caminar horas y horas habría topado con una primera alambrada, con sensores que se dispararían al menor toque. Luego había otra, y otra, hasta cinco, la última electrificada con alto voltaje. Y se podría incorporar un campo de minas, si fuese preciso. 

Y si el insensato y tocado por la fortuna hubiese conseguido rebasar el sistema y eludir al escuadrón especial encargado de la vigilancia, solo habría visto lo mismo que veo yo: un claro herboso entre los árboles. Fijándome bien, se distinguen cuatro protuberancias, cuatro montículos como el del pícher, desde donde lanza la pelota. Lo cual, quizás, hasta a mí me habría olido a chamusquina: nunca se distinguieron las repúblicas soviéticas por su práctica del béisbol.

Aquí la URSS había dispuesto misiles con cabeza nuclear que habrían podido alcanzar Valladolid

Pero la razón del complejo no se encuentra a la vista. Para descubrirla, hay que alcanzar el centro de la cancha. Allí, unas austeras escaleras se hunden en el suelo. Bajan hasta una poterna acorazada. Cuatro palancas permitirían atrancarla herméticamente. Detrás se abre un breve vestíbulo con el suelo ajedrezado con baldosas blancas y verdes, que da a otra poterna, igual de gruesa que la primera, y luego otra, antes de alcanzar la pequeña mesa del puesto de guardia. Hay que pasar por allí si se quiere echar un vistazo al interior. No hay otra vía, y los muros de hormigón del complejo superan los dos metros de grosor.

Hoy el guardián tiene la mirada perdida. Es un muñeco vestido con un uniforme caduco. Después de sortearlo, accedo a un pasillo. Más allá, pasillos, escaleras y habitáculos. A la derecha, la sala de guardia. Como en el puesto de radio, el comedor y demás dependencias, ahora hay paneles y maquetas con información sobre la carrera armamentística que se disputó después la Segunda Guerra Mundial; también, sobre el uso de esta instalación y sobre los peligros de la guerra nuclear. Porque esta era su función. Aquí la URSS había dispuesto misiles con cabeza nuclear que habrían podido alcanzar Valladolid, aunque tenían por objetivo los centros neurálgicos de la OTAN. Solo cambiaron sus coordenadas una vez, en 1968, cuando Checoslovaquia quiso sacudirse el yugo soviético.

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Unas escaleras bajan al segundo nivel. Allí tenían los grupos electrógenos, el combustible de los misiles, el sistema de ventilación, que funcionaba solo dos horas al día, para no dar pistas a los satélites enemigos que detectaban focos de calor. Y de ese nivel parten cuatro túneles en direcciones opuestas. Al final, se alcanzan la razón. Me asomo a un pozo oscuro. Treinta metros. El silo está vacío. Antaño contenía el misil. Bastaba con descorrer el tapón (aquel montículo que se observaba en el exterior) para que el R-12 Dvina con sus más de veinte metros de longitud, cuarenta toneladas de peso y cabeza nuclear, saliese zumbando. Qué cosas idea la mente humana.

Por suerte aquellos misiles quedaron obsoletos. En 1989 se mandaron a desarmar en Bielorrusia. Un año más tarde Lituania se declaraba independiente y poco después se disolvía la Unión Soviética. La base de misiles de Plokštinė quedó abandonada, a merced de cazadores de tesoros y chatarreros, que la saquearon. Hoy, restaurada como Museo de la Guerra Fría, muestra lo que fue, también lo que pudo ser y por suerte no fue. Su misión ha quedado obsoleta. Los misiles rusos y americanos actuales se pueden lanzar desde cualquier lugar y han multiplicado por seis o siete su alcance.

La base de Plokštinė, hoy abandonada

La base de Plokštinė, hoy abandonada

Getty Images/iStockphoto
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