El aterrizaje de Carlos Mazón en la presidencia del PPCV, que se concretará en el congreso regional del próximo 3 de julio, evoca el ascenso de Eduardo Zaplana a la cúpula de los populares valencianos consumado en septiembre de 1993. Como aquel, Mazón procede de Alicante vía Madrid, es decir, con la consabida unción por parte de la dirección de Génova. En su día, la de José María Aznar y Mariano Rajoy; ahora, la de Pablo Casado y Teodoro García Egea. Puede aplicarse la literalidad del famoso anuncio coñac: es cosa de hombres.
Las maniobras para llegar al congreso en cuestión con todo atado y bien atado auguran un resultado tan concluyente como el de entonces, cuando Zaplana obtuvo 695 votos de compromisarios a favor, 31 en blanco y ninguno en contra. Otro paralelismo: en 1993, las provincias de Alicante y Castellón arribaban a la cita con mucha más calma que la de Valencia, que por sus cuitas internas había sido rebautizada con el mote de Bosnia Herzegovina y que hoy trata de recuperarse de los tres años de gestora con un líder muy débil al frente —Vicent Mompó— y un Francisco Camps absolutamente desatado, en “una suerte de primarias americanas”, según ha dicho, por convertirse en el próximo cabeza de cartel electoral del cap i casal.
No, la sociedad valenciana apenas guarda relación con la de 30 años atrás, incluso con la de hace 10. Tampoco se asemeja a la gallega, pero mejor le irá a Mazón mostrando un perfil más abierto y respetuoso con la diversidad
Pese a que trate de matizarlo, llega Mazón a la cima del PPCV con un fecundo pasado político. Se estrenó allá por 1999, a los 25, bajo el manto protector de Zaplana. Por si le traiciona la memoria, ya se encarga de recordárselo una vez tras otra el propio Camps, que tampoco pierde la oportunidad de exhibir su condición de valenciano de pura cepa, de valenciano por los cuatro costados. A diferencia de la torrentina María José Català, se sobreentiende.
En las últimas semanas, el expresidente de la Generalitat ha remarcado, además, su regionalismo bien entendido, ese que en su día alumbró Unión Valenciana y en el que los populares creen ver, todavía, una mina de votos. Sucede que las minas que ya han sido excavadas no suelen albergar grandes riquezas.
En cualquier caso, el huracán Díaz Ayuso y las encuestas subsiguientes no debieran confundir a la parroquia popular. Poco tiene que ver la realidad sociológica valenciana con la de la Comunidad de Madrid, y aún menos el País Valenciano contemporáneo con el de un cuarto de siglo atrás. Solo hace falta echar un vistazo a la composición de Les Corts y lo variado del mapa municipal, con la vieja Unión Valenciana desaparecida desde hace lustros y una coalición progresista, Compromís, gobernando la ciudad de València y con presencia estable en el Congreso. Por sintetizarlo en un par de nombres: lo que no logró conseguir Vicente González Lizondo lo ha obrado Joan Ribó, aupado a la alcaldía por decenas de miles de votantes castellanohablantes a los que no parece asustar demasiado eso de tener un catalán —y ex comunista— al frente del consistorio.
Se percibe, de hecho, una cierta bipolaridad política encuadrada en los límites geográficos de la histórica línea Biar-Busot. La que, fruto del tratado de Almizra, firmado en 1244 por Jaume I y Alfonso de Castilla, dejó en manos castellanas los territorios situados al sur de la misma. Los principales feudos del PPCV se encuentran hoy en esas latitudes. Sobre todo, la Diputación y el Ayuntamiento de Alicante, pero también poblaciones tan relevantes como Orihuela, Torrevieja, Santa Pola, Mutxamel o El Campello. De igual modo, para Vox no existe tierra valenciana tan fértil como la Veja Baja, en la que ya ha superado el 25% de los apoyos.
Si el País Valenciano se circunscribiese a las cinco comarcas más meridionales —el Alto Vinalopó, el Vinalopó Mitjà y las superpobladas Alacantí, Baix Vinalopó y Vega Baja—, en los comicios de hace dos años los partidos ubicados entre el centro derecha y la derecha extrema se hubieran anotado 54 escaños en Les Corts. En cambio, solo cuentan con 47, lo que permite inferir que fuera de ellas se vota bastante diferente. Extrapolando los datos de las últimas elecciones generales, las del 10 de noviembre de 2019, ese desequilibrio sería aún mayor, ya que PP, Vox y Ciudadanos se hubieran hecho entonces con 57 actas de 99.
El reto del PPCV —y de Vox, su socio en potencia— consiste en extender esas buenas cifras al resto del territorio, donde la izquierda presume de hegemonía. Basta señalar que, al norte del eje Biar-Busot, las alcaldías más importantes en manos de la derecha son las de Benidorm, Alfafar, Bétera, Onda, Benicàssim y Peñíscola. Un bagaje pobre que recuerda los años de las mayorías absolutas del PPCV, en los que socialistas y Compromís casi no gobernaban municipios de enjundia.
No será fácil que el líder en ciernes de los populares le dé la vuelta a la tortilla mediante un discurso anquilosado en materia lingüística, con Enric Esteve erigido en fiel escudero. Mazón no dudó en fotografiarse junto al naftalítico dirigente de Lo Rat Penat en su presentación como candidato a la presidencia del partido, a los pies de la estatua de Jaume I, y ha participado —en calidad de presidente de la Diputación— en alguna manifestación convocada por Hablamos Español, entidad que culpa a la Generalitat de promover un exterminio programado el castellano. Un sentir muy minoritario en el conjunto de la ciudadanía, como demuestra la bajísima participación de las marchas organizadas por dicho colectivo en València y Castelló de la Plana.
No, la sociedad valenciana apenas guarda relación con la de 30 años atrás, incluso con la de hace 10. Tampoco se asemeja a la gallega, pero mejor le irá a Mazón mostrando un perfil más abierto y respetuoso con la diversidad, en la línea del presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijóo. Declararse abanderado de un etéreo “valencianismo” no importará mientras ello no se sustancie en acciones efectivas. Si el valencianismo que proclama bebe de la extinta UV, apaga y vámonos.
Isabel Bonig tenía una visión de conjunto y un convencimiento pleno de la diversidad valenciana del que en estos momentos carece Mazón. Aunque luzca la bendición empresarial, si el ungido sucesor se empeña en aplicar recetas caducas o distorsionadas por razón de su origen, tropezará ante los partidos del Botànic.
Pocos valencianos consideran a Ximo Puig un radical peligroso y no son mayoría los que observan a Mónica Oltra o Joan Baldoví con estupor. Más bien lo contrario, el primero se ha labrado fama de president moderado y Compromís es identificada —ideologías al margen— como una fuerza autóctona y autónoma, garante de los intereses propios.
Así pues, se antoja desaconsejable importar esquemas ajenos como el madrileño. No impera en la sociedad valenciana la sensación de libertad coartada. Incluso las durísimas y prolongadas restricciones para contener el avance de la pandemia han sido recibidas, en general, como un mal necesario que redundaba en el beneficio colectivo. El orgullo por la bajísima incidencia de contagios actual es su reflejo.
No obstante, la robustez creciente de la derecha por debajo de las coordenadas Biar-Busot debiera preocupar a la izquierda botánica. Se supone que no desean un País Valenciano bipolar, con un comportamiento electoral opuesto en función de esa histórica división. Hacer partícipe a las comarcas más meridionales de su proyecto ha de constituir su principal meta. En otras palabras: no esperar el avance de Mazón y Vox desde el sur, sino competir cara a cara con ellos allí. Esa es su gran asignatura pendiente.