La primera vez que visité el cementerio de València, hará unos 30 años, fue para ver de cerca el nicho donde están los restos mortales de Vicente Blasco Ibáñez. Un personaje que por esas fechas, finales de los años 80, había desaparecido completamente de las agendas culturales, y de memoria política, de la derecha, la izquierda y de los nacionalistas valencianos. La única asociación entre el escritor y su ciudad se sostenía por la gran avenida que lleva su nombre, y en la que están ubicadas algunas de las facultades de la UV. Menos mal.
En Alzira me crie en un entorno familiar donde había varios "blasquistas", y no faltaron en las estanterías de mi casa libros del novelista valenciano que devoré siendo un adolescente. Las primeras obras de temática valenciana son un retrato duro de la València de finales del XIX y principios del XX; una sociedad dominada por los caciques, y donde las clases populares sufrían la ineptitud de sus gobernantes. Tiempos en los que el Gobienro Español seguía aún con unos sueños imperiales en un país en plena decadencia, arrastrando a miles de valencianos a guerras inútiles.
Buena decisión del Ayuntamiento de ubicar el sarcófago en el cementerio municipal
No es la primera vez que dedico un artículo a Blasco Ibáñez, y no será la última. Al margen de su labor como novelista, extensa e irregular (sigo pensando que sus mejores obras son las de temática valenciana) fue como dijo Josep Plá "un hombre lleno de gloria". Un agitador cultural, un periodista de combate, un político rebelde, un convencido anticlerical, un triunfador (Hollywood se le rindió, así como Nueva York), un aventurero y viajero incansable (su obra La vuelta al mundo de un novelista es una crónica de los años 20 deliciosa), un seductor y un líder de un movimiento, el "blasquismo", que movilizó a las masas en tiempos en los que no existían las redes sociales.
Era, en el sentido político de la palabra, un tipo incómodo, que le plantó cara a la dictadura de Primo de Rivera. Pero nunca fue aceptado por la llamada "generación del 98"; en parte porque algunos como Pio Baroja nunca soportaron el éxito internacional del valenciano, por esas fechas ya un multimillonario. Con el tiempo las derechas no lo aceptaron por republicano, y las izquierdas nacionalistas tampoco por considerarlo "jacobino".
Unos y otros ignoraron que su mirada siempre estuvo para con los más débiles. Un ejemplo: fue el primero en España en montar una editorial, Prometeo, para traducir las mejores obras extranjeras y hacerlas llegar "al pueblo". Fue, como novelista, además, el precursor de los "best sellers"; y de algunas obras como Los cuatro jinetes del Apocalipsis se vendieron decenas de miles de ejemplares en EE.UU.
Falleció en su exilio dorado de Mentón en Francia, un 28 de enero de 1928, y sus restos mortales fueron devueltos a València en 1933: toda la ciudad se echó a la calle para recibirlo. El Ayuntamiento de València encargó en 1935 el sarcófago a Mariano Benlliure, que a su vez fue concebido para un mausoleo que diseñó el arquitecto Javier Goerlich Lleó y que no pudo realizarse al estallar la Guerra Civil.
Ni la izquierda ni la derecha han querido nunca reivindicar su legado
Ese sarcófago ha estado depositado en el Convento de Carme y en el Museo de Bellas Artes, durante décadas. Las mismas en las que la ciudad que tanto amó casi le da la espalda: hasta hace no mucho tiempo no se sabía si el legado del novelista iba a quedarse en València. El alcalde Joan Ribó hizo bien en impedir una injusticia que ya se había sufrido con otro gran referente valenciano: el pintor Joaquín Sorolla, amigo íntimo del novelista.
Ahora el Ayuntamiento ha dado un paso más y trasladará el sarcófago al Cementerio Municipal de València. Es una buena decisión en un contexto en el que se han adoptado pocas iniciativas inteligentes en los últimos años para reivindicar la vida y obra de un valenciano único. A decir verdad, sigue siendo un autor ignorado e infravalorado. En ocasiones he llegado a pensar que su rechazo a la Iglesia Católica es uno de los factores claves de su dificultad para ser recuperado en la memoria colectiva.
Pero es difícil encontrar en el siglo XX un escritor, periodista y político valenciano de la talla de Vicente Blasco Ibáñez. Y a pesar de la falta de interés oficial, con algunas dignas excepciones, vale la pena acercarse al personaje, y a su obra. Espero que el precioso sarcófago sirva para que quienes visiten el Cementerio Municipal comprendan que fue diseñado para recoger los restos mortales de un hombre único e inconformista, que se enfrentó al poder a pecho descubierto y que amó València tanto como València lo amó a él. Aunque el tiempo haya difuminado esa complicidad.