Periódicos y periodistas
Opinión
Sólo las administraciones públicas tienen músculo para acotar los terribles efectos del paradigma digital en los medios de comunicación, especialmente los locales
Miedo. Esta es la emoción negativa que se ha extendido entre periodistas, profesionales del sector y editores. Es un miedo que supera la lógica, porque se ha instalado no solo a causa de hechos objetivos; también sobre elucubraciones e hipótesis. Porque son únicamente cinco empresas, de ámbito mundial, las que tienen el control y las claves, a veces secretas, del paradigma digital, con todo lo que ello supone, un “oligopolio” que interviene directamente en los sistemas democráticos. El resto de actores del ecosistema comunicativo - periódicos en papel y digitales, radios, televisiones - trabajan, en ocasiones, a ciegas; sometidos al imperio de los algoritmos y sin tener la certeza de qué nuevas condiciones se impondrán para poder seguir distribuyendo contenidos, en redes sociales y buscadores, lo que condiciona la producción de estos contenidos y, lo más importante, las vías de financiación para su existencia.
Ese miedo se alimenta cada día con la imparable cadena de despidos de profesionales (decenas en pocas semanas en Valencia), cierres de cabeceras (recientemente el caso de Diari La Veu ), caída constante de las audiencias en televisión (en paralelo al auge de la televisión a la carta, controladas también por cuatro o cinco plataformas mundiales) y, lo más grave, el control del pastel publicitario, cada vez más proclive a entregarse a buscadores y redes sociales, dejando de lado los medios tradicionales. Con un añadido perverso: estos mismos medios tradicionales necesitan cada vez más a estas plataformas digitales mundiales para hacer llegar sus contenidos a sus audiencias porque sus canales propios - papel, ondas de televisión o de radio - están sufriendo la fuga, lenta pero constante, de sus receptores. La dependencia es total; ellos marcan las normas. Lo que está repercutiendo directamente en la calidad de los contenidos, acelerados, inmediatos, un fast food de la información a través de esos aparatos a los que estamos pegados todo el día: los teléfonos móviles.
Las instituciones y los actores sociales y políticos parecen, en ocasiones, alegrarse de que ya no necesitan a los medios tradicionales para alcanzar a la opinión pública (también los hay incluso que se alegran de que los periodistas pierdan su puesto de trabajo). Es lo que se denomina “el fin de la intermediación”; y ha sido la estrategia que ha permitido a personajes como Donald Trump o Jair Bolsonaro arrasar en las urnas, o al Brexit triunfar en el Reino Unido. Los medios de comunicación, con todos sus defectos, han sido el instrumento que ha permitido auditar durante décadas a unos poderes que, a decir verdad, han ansiado siempre superar ese filtro para hacer llegar sus mensajes, sin crítica, a las audiencias. El paradigma digital ha sido, en este sentido, un “regalo”, especialmente para el neoliberalismo y los movimientos populistas, de izquierdas y de derechas (lo que ha empujado a partidos tradicionales a abrazarse al populismo), que han encontrado en las redes sociales los canales ideales para apelar a las emociones y los discursos hiperbólicos frente a la reflexión que obligaban los medios tradicionales. Las sociedades occidentales soy hoy menos reflexivas que hace unas décadas.
La crisis se está cebando especialmente en los medios locales, con muchos menos recursos para hacer frente a un oligopolio mundial que aspira, en definitiva, a imponer relatos uniformes en todo el mundo. Un niño de Xàtiva ve los mismos contenidos que uno de Boston a través de las plataformas de televisión a la carta (HBO, Netflix, Amazon, etc), porque las televisiones locales, autonómicas e incluso nacionales, publicas y privadas, pierden capacidad de abrirse un hueco en este ecosistema digital. Un niño de Xàtiva o de Boston verá en breve los mismos contenidos escritos en Instagram, Twitter, Facebook o Google, con enorme interés, mientras sus medios “locales” pierden visibilidad y, en muchos casos, desaparecen. Esa uniformidad es, sin duda, la mayor amenaza para la identidad de culturas y ecosistemas políticos locales, regionales y nacionales; es también la mayor amenaza para nuestras democracias. En algunos países como Francia lo han entendido perfectamente, y se aceleran soluciones para un proceso que parece imparable.
En la Comunidad Valenciana se está sufriendo esta realidad, de manera cruda, tal como denuncia la Unió de Periodistes, al igual que en otras geografías europeas. El “oligopolio” modula con sus algoritmos el control de los contenidos y el pastel publicitario, y decide qué se puede ver y qué no; al tiempo que absorbe los contenidos de los medios locales sin coste alguno. Peor aún, los periodistas somos tan estúpidos que incluso regalamos estos contenidos incluso antes de elaborarlos para nuetros medios tradicionales, ofreciendo las noticias nada más se producen e incluso relatando ruedas de prensa en directo. También nosotros somos colaboradores de un “oligopolio” que amenaza con dominar todos los procesos de comunicación, desde las condiciones de los emisores hasta las vías para entregar los contenidos a nuestros receptores. Nosotros, los informadores, también somos culpables. Y en paralelo, el tsunami diario de noticias canalizadas por este “oligopolio” satura todas las redes en detrimento de la lectura de los contenidos interpretativos de la realidad: lo que facilita la masificación de la falsedad, la mentira y la manipulación.
Los medios locales no tiene músculo para hacer frente a este fenómeno que amenaza su existencia. Son las administraciones, en estrecha colaboración con los editores, las que tienen la capacidad para establecer unas reglas que urgen para que no acaben, también ellas, devoradas por este nuevo paradigma digital. Porque la desaparición, o debilidad, de los medios tradicionales, el fin de la intermediación en beneficio del “oligopolio”, lejos de ser bueno para las élites políticas y económicas acabará por imponer el relato de aquellos que tienen el poder para intervenir en el “oligopolio”. Con una visión neoliberal dominada por unos pocos, en muchos casos desde el anonimato, que sí tienen capacidad para generar complicidades con estas empresas digitales mundiales, como está sucediendo en varios países donde, por cierto, los populismos han ocupado el poder. Urge, por lo tanto, que el Estado, las administraciones autonómicas e incluso locales adquieran conciencia de un peligro que en su fase embrionaria está sometiendo a los medios tradicionales a una crisis en algunos casos de extinción, pero que en la siguiente fase acabará con la salud democrática de estas mismas administraciones. Y no deberían tardar mucho, porque la voracidad de este “oligopolio” mundial va a ritmo de tuit. Estas administraciones también deberían tener miedo.