Pedro Sánchez y el Botànic: ¿esqueje o pulgón?

Opinión

En tres años de vida marital, el Gobierno valenciano ha sufrido más vaivenes en la carrera de San Jerónimo que en la plaza de Sant Llorenç. Mientras en las Corts ha imperado el respeto mutuo, en el Congreso se han sucedido las infidelidades. Así, de buenas a primeras, Compromís tejió una alianza preleectoral con Podemos que generó una notable tensión interna y que tenía el objetivo indisimulado de superar a los socialistas. És el moment, decían. Al comprobar que la Mesa del Congreso no les permitía disponer de grupo propio, los cuatro diputados de Compromís rompieron con Podemos y emigraron al mixto. Poco después, cuando Pedro Sánchez trató de ser proclamado presidente, recibió el “no” al unísono de sus socios del Botànic, protagonizando la primera investidura fallida de la democracia española. Con la perspectiva que proporciona el tiempo, Mónica Oltra se ha arrepentido mucho de aquel voto negativo.

El caso es que se repitieron las elecciones y Compromís acudió con Podemos de una mano y con IU de la otra. A la Valenciana, se llamaron entonces. Volvieron a quedarse sin grupo propio y Compromís, de nuevo, se mudó al mixto. Tratando de evitar unos terceros comicios o una investidura aún más rocambolesca, Sánchez fue defenestrado y los socialistas valencianos se abstuvieron para que Mariano Rajoy siguiese como presidente. Nueve meses más tarde, cuando Podemos le presentó una moción de censura, los diputados socialistas apretaron el botón de la abstención.

Solo ahora, con la moción exitosa del PSOE, los unos y los otros han aunado posturas. Se respira alegría, se diría que hasta un regocijo desbordado. Es lógico que el adiós forzado de Rajoy y del PP despierte entusiasmo, pero el cambio de color político en La Moncloa no tiene por qué ser una buena noticia para los integrantes del Botànic. No necesariamente.

Por de pronto, y esto es lo bueno, desaparece el enemigo en los tribunales. Aquel que era capaz de recurrir ante el Constitucional el derecho universal a la sanidad y determinados párrafos de la ley de la función social de la vivienda, o que amenazaba con un litigio en el Supremo a cuenta de la de plurilingüismo. Además, las reuniones de consejeros autonómicos con el Gobierno del Estado serán presididas por un ministro o ministra socialista, lo que sin duda invita a acudir con otro ánimo. Tampoco es lo mismo que al otro lado del teléfono se encuentre Isabel García Tejerina o Íñigo de la Serna a que lo haga un compañero del propio partido o de tu socio en la Generalitat.

Ahora bien, la debilidad con la que Sánchez ha llegado a La Moncloa es directamente proporcional a la que encontrará el Botànic a la hora de transmitirle sus deseos. Una carambola de billar a siete bandas en la que las bolas más valiosas son, de lejos, las catalanas y vascas. El caos territorial y el valor capital de los cinco votos del PNV pueden relegar las peticiones valencianas a un lugar subalterno. Baste recordar que sin los cuatro escaños de Compromís hoy Sánchez sería presidente, pero sin los cinco del PNV, no.

Su decisión de mantener los Presupuestos acordados con el PP resulta elocuente. La marcha atrás de los populares en el Senado —con la presentación de un conjunto de enmiendas que pretenden echar por tierra lo acordado con Euskadi— abre una pequeña ventana de oportunidad de cara a incluir reclamaciones tan justas como las del transporte metropolitano de València. Si no, habrá que esperar hasta 2019, cuando Compromís, los socialistas y podemitas valencianos deberán de ser capaces de arrancar inversiones considerablemente superiores a las de la era Rajoy. De lo contrario, su discurso reivindicativo habrá quedado en evidencia.

Lo más candente, en todo caso, es la reforma del sistema de financiación autonómica, que Rajoy se comprometió a solucionar durante 2017, cuando ya acumulaba tres años de retraso. La mesa de expertos territoriales ha elevado sus informes, pero nada hacer prever que con Sánchez este tema vaya a coger, al fin, velocidad de crucero. Eso se desprende de sus contestaciones del jueves pasado a los portavoces del Congreso.

Al diputado de Foro Asturias, Isidro Martínez Oblanca, le dejó claro que el Principado no tiene de qué preocuparse: “No vamos a resolver ni a renovar la financiación autonómica porque muy probablemente no va a haber mimbres para poder lograrlo”, espetó el líder socialista. O sea, que los intereses valencianos pintan más negros que el carbón. Con el representante de Compromís, Joan Baldoví, suavizó el verbo: “Debería ser comprensivo, en el sentido de entender que nosotros no vamos a poder resolverlo todo, pero intentaremos sentar las bases para que esa actualización del sistema de financiación autonómico se produzca cuanto antes”. Como si Sánchez se hubiese inspirado en aquella estrofa de la canción de Serrat que habla de “propiciar un diálogo de franca distensión que permita hallar un marco previo que garantice unas premisas mínimas que faciliten crear los resortes que impulsen un punto de partida sólido y capaz, de este a oeste y de sur a norte, donde establecer las bases de un tratado de amistad que contribuya a poner los cimientos de una plataforma donde edificar un hermoso futuro de amor y paz”.

Y es que, si ya se antojaba complejo que Rajoy consensuase una posición común, el presidente socialista no lo tendrá más sencillo. La alianza del noroeste formada por Galicia, Asturias y Castilla y León alzará su voz ante cualquier propuesta que cuestione, aunque sea mínimamente, su beneficiosa posición de salida. Tampoco lo pondrán fácil el extremeño Fernández Vara, el manchego García-Page y el aragonés Lambán, barones críticos con Sánchez que no cederán ni un ápice. Los únicos aliados del Botànic en esta procelosa batalla —Balears y Murcia— tienen un peso menor, por lo que nada hace pensar que se llegue a hablar de “todo el pastel”, tal y como viene reclamando el Consell. Los halcones vigilarán, con ojo avizor, cualquier tentación de adelgazar el Estado para engordar a las autonomías.

En general, Sánchez siempre ha optado por un discurso calculado en función del sitio donde se encontrase. En la Mancha critica el trasvase Tajo-Segura que bendice en Alicante. Ensalza la dispersión y el envejecimiento poblacional como dos elementos clave a la hora de rediseñar la financiación con idéntico ímpetu con el que dice defender los intereses del arco mediterráneo. Afirma que el federalismo es la salida al caos territorial que vive España mientras susurra, a quien quiere escucharle, que eso del federalismo no lo entiende nadie y le resta votos al PSOE.

Los medios de comunicación y los propios partidos que lo han aupado a la presidencia se encargarán de ponerlo contra las cuerdas cada mañana. Ni a Compromís ni a Podemos les interesa un Pedro Sánchez fuerte que revitalice las expectativas electorales de los socialistas con vista a 2019. Pero, por otro lado, si su gobierno se revela un fracaso, el coste en las urnas puede recaer sobre gobiernos autonómicos y municipales que han regenerado la vida política y no han exhibido grandes tiranteces. Así, el silencio y la armonía del Jardí Botànic pueden quedar rotos por el ruido terrorífico de una película de Frankenstein.

Tanto la sonrisa de Mónica Oltra por haber conseguido exportar el “gobierno a la valenciana” a Madrid como el papel que puede jugar Ximo Puig en el nuevo escenario político español son noticias que invitan al optimismo. Dicho esto, en el examen del 9 de junio de 2019, al Gobierno del Botànic ya no solo se le juzgará por su propia gestión, sino que también se evaluará la de Sánchez. Ese día sabremos si el nuevo Gobierno del Estado ha sido un esqueje del Botànic o se ha convertido en un pulgón.

Isabel Bonig, la presidenta del PP valenciano, puede consolarse con ello. Se acabaron los reproches del Consell por los palos en las ruedas que les ponía Rajoy. Está preparada para rentabilizar —en un doble frente— los errores de sus advesarios. Porque tanto Bonig como Ciudadanos se esforzarán en explotar cada fallo de sus rivales botánicos, que pueden acabar entonando aquello de “contra Rajoy vivíamos mejor”.

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